Ortiz-Pinchetti: ¿Y la ‘gentrificación verde’?

A la memoria de mi inolvidable hermano José Agustín, en el primer aniversario de su partida.

Suena raro, sí. Confieso que no me fue fácil encontrar un término adecuado para describir el desplazamiento infame de las áreas verdes de nuestra capital en aras de un desarrollo inmobiliario voraz. Y atroz.

En ese vertiginoso avance de la urbanización, anhelando modernidad y desarrollo, las ciudades a menudo sacrifican su esencia más vital: el verde urbano. Los árboles, que son algo más que “silenciosos guardianes” que purifican nuestro aire, atemperan nuestras calles y nutren nuestra alma, están siendo desplazados a un ritmo alarmante por un desarrollo inmobiliario acelerado e inconsciente.

Este fenómeno, que va más allá de la simple pérdida de arbolado, se inscribe en una dinámica urbana más compleja y dolorosa: precisamente la gentrificación; pero no sólo hablamos del desplazamiento de personas: estamos presenciando una “gentrificación verde” o “gentrificación arbórea”, como yo les llamo, donde la naturaleza es la próxima víctima del progreso mal entendido.

En mi entorno cercano, el tema cobra pertinencia y actualidad con el caso del árbol Laureano, que los vecinos de Tlacoquemécatl del Valle, en la Alcaldía capitalina Benito Juárez, han decidido no sólo salvar de la tala, sino dotar de un parque –en el predio en el que se pretende construir un edificio de lujo de cinco niveles–, que preserve sus raíces y se convierta en símbolo de la reivindicación ambiental en una zona particularmente afectada por el Bando Dos de Andrés Manuel López Obrador (emitido en 2002, cuando era Jefe de Gobierno del DF), que promovió la construcción masiva de vivienda de lujo en las entonces delegaciones centrales de la capital, entre ellas Benito Juárez.

Los amigos y defensores de Laureano que quieren que en lugar de otro edificio de lujo haya un área verde, proponen que ésta incluya un huerto urbano y un área de plantas polinizadoras, además de la zona de mero esparcimiento. Esto sería precisamente un ejemplo de preservación ecológica y cultural, antídoto de la gentrificación verde de la que hablé antes. Y un precedente de enorme trascendencia, digo.

La propuesta vecinal es además coherente con el hecho de que Benito Juárez sufre un grave déficit de áreas verdes. Es la Alcaldía de CdMd con menos metros cuadrados de áreas verdes por habitante, con sólo 2.2, lo que representa apenas un 1.5 por ciento de la recomendación de la OMS, fijada en 14 metros cuadrados.

La gentrificación se ha definido tradicionalmente como el proceso de revitalización de un barrio que eleva su valor, atrayendo a nuevos residentes con mayor poder adquisitivo y, consecuentemente, expulsando a los originales. La gentrificación verde amplía esta dolorosa narrativa. No se limita a cómo las mejoras en parques y jardines pueden encarecer una zona y desplazar a sus habitantes; va un paso más allá para señalar cómo el desarrollo inmobiliario, en su voracidad por maximizar el espacio y la rentabilidad, erradica directamente la infraestructura verde existente. Aguas.

Imaginemos un barrio como el antiguo pueblo de San Lorenzo Xochimanca (nombre original de la colonia Tlacoquemécatl) con árboles centenarios que ofrecen sombra y un refugio para la fauna local. De repente, una constructora adquiere un terreno. Su visión no incluye la conservación de esos árboles; al contrario, los perciben como obstáculos, estorbos. El objetivo es erigir edificios de alta densidad, apartamentos de lujo o centros comerciales, cuyo diseño “moderno” a menudo rechaza la complejidad de un ecosistema maduro.

Los árboles son talados, las áreas verdes son pavimentadas o, en el mejor de los casos, reemplazadas por “parques” minimalistas con especies jóvenes que tardarán décadas en ofrecer los mismos beneficios. Esto es gentrificación arbórea: el infame desplazamiento de un ecosistema maduro y funcional por una infraestructura diseñada para una nueva élite, que borra el patrimonio natural y, con él, una parte de la identidad del barrio.

Lo anterior no es mera retórica. La actual Alcaldía Benito Juárez ha sufrido una devastación criminal en las últimas dos décadas. Cálculos conservadores estiman en 12 mil el número de árboles talados, incluidos varios centenares por obras públicas en la zona, como el Metrobús de Insurgentes Sur, el paso deprimido de Mixcoac o la Línea 12 del Metro. En realidad, el número real de víctimas arbóreas se desconoce, pero se estima que pudiera representar entre 15 y 20 por ciento de los 56 mil árboles perdidos por la Ciudad de México en los últimos 15 años.

¿Por qué ha ocurrido esta “limpieza” verde? Las razones son múltiples y se entretejen con las lógicas del mercado y la planificación urbana: Cada metro cuadrado es oro. Un árbol, por más que provea oxígeno y sombra, no genera renta. El imperativo es construir más y más alto, relegando el espacio verde, su acaso, a un adorno marginal. Por eso los desarrolladores se valen de engaños y muy a menudo de contubernio con las autoridades para quitar esos “estorbos” a su proyecto arquitectónico, en lugar de incorporarlos a él.

Estamos ante un ecocidio, sin más.

Lamentablemente las normativas sobre la protección del arbolado son débiles o su implementación es fácilmente eludible con multas irrisorias, mordidas o compensaciones simbólicas que no restauran el valor ecológico perdido. Además, los invaluables servicios que un árbol maduro proporciona (mitigación del calor, filtrado de la contaminación, absorción de carbono, hogar para la biodiversidad) son difíciles de cuantificar en términos económicos inmediatos, lo que los hace prescindibles para una mentalidad enfocada en la ganancia rápida.

Las implicaciones de esta gentrificación verde son devastadoras y repercuten en la salud ambiental y social de los ciudadanos. Menos árboles significa más concreto expuesto al sol, elevando las temperaturas y haciendo las ciudades menos habitables, especialmente para los más vulnerables. Los árboles son los filtros naturales de la ciudad. Su ausencia implica mayor contaminación atmosférica y problemas en la gestión del agua de lluvia, aumentando el riesgo de inundaciones.

Frenar la gentrificación arbórea exige un cambio radical en nuestra forma de concebir el desarrollo urbano. Es imperativo establecer leyes robustas que protejan verdaderamente el arbolado maduro y los espacios verdes, con sanciones ejemplares por su tala injustificada y planes de reforestación que garanticen la funcionalidad ecológica, no solo números.

Asimismo, integrar el valor ecosistémico y social de los árboles en la planificación, y evaluación de proyectos, reconociéndolos como elementos esenciales para la resiliencia y habitabilidad urbana e incentivar la arquitectura bioclimática, los techos y muros verdes, y el diseño de espacios públicos que integren y maximicen la vegetación existente, en lugar de eliminarla.

Para todo ello es crucial dar voz real a las comunidades en las decisiones que afectan su entorno. Son los habitantes quienes conocen y valoran el verde de su barrio, y quienes defenderán su patrimonio natural. Esto es muy claro en la demanda de construir un parque en lugar de otro edificio.

Urge también cambiar la percepción de los árboles de “obstáculos” a “aliados”. Desarrolladores, autoridades y ciudadanos deben comprender que un desarrollo verdaderamente moderno es aquel que convive y se enriquece con la naturaleza, no que la erradica.

La gentrificación arbórea, en suma, es más que un concepto; es una alerta urgente sobre cómo el crecimiento desmedido y la visión cortoplacista están devorando la vitalidad de nuestras ciudades. Al igual que la gentrificación humana expulsa a las personas, esta variante ambiental desplaza a la naturaleza, dejando cicatrices irreparables.

Pienso que proteger y gentrificar de manera inversa –es decir, enriquecer con verde sin desplazar– es el desafío urbano de nuestro tiempo. Solo así podremos construir ciudades verdaderamente sostenibles, justas y, sobre todo, ¡vivas! Válgame.
@fopinchetti

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