Cuento: Hay días de color sepia

Por Jesús Chávez Marín

A veces la mirada de quien te amaba tiende un velo, sombra de abandono. En el horizonte se dibuja un instante la silueta que no volverá. No podría saberse si Rafael pudo ver a tiempo esa mirada, ni si la silueta de Lucía apareció en algún lado. Lo único cierto es que luego de varios días de cavilación dolorosa respecto a ciertos papeles que halló por accidente, el 28 de septiembre despertó muy temprano con la resplandeciente claridad de que había llegado la hora de enfrentar la verdad y tomar la decisión fatal de irse para siempre.

Ahora entendía que su matrimonio fue toda una farsa que Rafael montó para su exclusiva comodidad; había descubierto que desde el primer mes de su vida juntos le había sido infiel; siguió su vida de crápula que, cuando eran novios, ella procuraba ignorar, pensando como toda ilusa que eso tendría remedio y que el remedio sería precisamente ella, el amor que se tenían, el compromiso que llegaba con el matrimonio.

Durante aquellos años ella fue discreta con las salidas de Rafael, y sobre todos con las llegadas a deshora, con su tiempo de hombre libre que se extiende hasta la madrugada, con los viajes de repente por los vagos motivos que fueran de trabajo, de capacitación, así son los hombres ocupados, necesitan su independencia para funcionar y, en eso, Rafael era completamente funcional, buen proveedor, puerto seguro.

En estos días de color sepia los recuerdos se van tiñendo de verdades: aquellos escritos revelaban que no era tan funcional el hombre: es y ha sido siempre un completo ególatra. Un solo ejemplo: con los ahorros de los dos juntos, él se compró un Honda Accord de agencia y lo cambiaba cada año, y a ella le compró un Tsuru seminuevo. Le explicó que para sus asuntos él necesitaba representatividad y que el automóvil era parte de su herramienta de trabajo. Y ella, como en otros tantos asuntos, procuraba hacerse a la idea de que era cierto, y que creerle no era más que uno de los actos del gran amor que siempre le ha tenido a él, desde que lo conoció y lo admiró y se apasionó con él por razones que ahora no se explica cuáles pudieron haber sido: misterios del cuerpo y de la mente dañada, tan dañada que aún en este momento, cuando cayeron todos los velos y ya no hay simulación posible para seguirlo queriendo, lo ama como desde el principio.

Por eso la única salida era cortar por lo sano. Qué irónica le parece esa frase, luego de tener tan bien definido lo que haría esa mañana, casi madrugada. Un compañero anestesiólogo le preparó un kit infalible, una mezcla de venenos y adormideras; le explicó bien la batería de las tres inyecciones que tendría que aplicarse; no era difícil que entendiera porque ella también era médica de otra especialidad. Agradeció la lealtad y el profundo y amplio respeto de su colega, quien luego de tratar de convencerla de que la vida sigue a pesar de lo que sea, cuando la vio tan decidida y entera, terminó por ayudarla a morir, a irse ella sola con absoluta desesperanza y libertad.

 

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