Por Jesús Chávez Marín
En esa iglesia me casé yo; ni por aquí me pasaba que fuera a vivir en la ciudad, nunca pensé en salir de mi pueblo tan querido, Santiago Papasquiaro, donde conocí a don Enrique, mi aún esposo. Él fue a arreglar unos asuntos mineros; tiene muchos negocios y anda de acá para allá; en una de esas ocupó a mi papá en una construcción que andaba haciendo. Mi papá es contratista y yo le ayudaba con las cuentas, los impuestos y lo del seguro social de los trabajadores, me encantaba trabajar con él, me sentía bien importante y me quería mucho, Dios en paz lo tenga.
Cuando don Enrique pidió mi mano, mi papi nunca estuvo de acuerdo: Pero cómo cree, señor, usted ya es muy mayor y mi hija es una jovencita. De ninguna manera. Pero sí hubo manera, porque yo me encapriché y mi papá no era capaz de negarme nada.
Don Enrique era viudo y tenía tres hijos, sí era grande pero no tanto, además era muy guapo y me trataba como a una reina, no batalló nadita para convencerme. Vivimos felices durante cinco años, aquí en Chihuahua; pero luego empezaron las desavenencias: los hijos de él eran insoportables, nunca me aceptaron. Don Enrique viajaba mucho y no solo por negocios, era demasiado ojo alegre.
Al principio yo me hacía la tonta, como dicen que debe hacerlo una dama de respeto, pero luego me harté. Agarré mis cosas y me regresé a Santiago. Don Enrique ha venido varias veces a rogarme que vuelva, pero no. Yo soy muy determinante. Además, aquí entre nos, don Enrique ya dio el viejazo.