Por Jaime García Chávez
No es fácil aventurar el destino que tendrán las protestas en contra de las redadas masivas antiinmigrantes que se iniciaron en Los Angeles, California y que a estas horas ya se han diseminado por las ciudades más importantes de los Estados Unidos. Mucho más complejo es anticipar un final feliz para todos; pero seguro que el “triunfo” de unos será, inevitablemente, la “derrota” de otros, y mucho me temo que el presidente más racista de la era contemporánea del vecino país no va a salir bien librado, con todo y la Guardia Nacional en sus manos.
El asunto de los aranceles, impuestos a capricho y promovidos por la administración del republicano Donald Trump, ha repercutido en varios países, a empresas y trasnacionales, y obviamente al mundo de las finanzas en general, globalizada como está la macroeconomía internacional.
En cambio el tema migratorio, el racismo gubernamental implícito, las deportaciones masivas y la inminente aplicación de un doble gravamen a las remesas, le pega no sólo al bolsillo sino a la dignidad de las personas que habitan el estado demócrata de California y a millones de connacionales y extranjeros, migrantes de diversos países, no sólo latinoamericanos, que viven y trabajan en toda Norteamérica.
Todos ellos son blanco de las políticas de odio impulsadas por el magnate que despacha en la Casa Blanca. Pero eso ya lo sabíamos. Ya lo sabían los norteamericanos, ya lo habían experimentado en el cuatrienio que inició en 2017. Y aún así, los mismos norteamericanos lo trajeron de vuelta a la Presidencia, con una diferencia: ya era un presidente sentenciado por el caso de falsificación de registros comerciales para silenciar una relación con la exactriz de cine para adultos, Stormy Daniels, previo a las elecciones de 2016. Por primera vez, Estados Unidos es gobernado por un presidente convicto.
En el terreno de las contradicciones tenemos que Trump está a punto de calificar oficialmente de terroristas a quienes, bandera mexicana en mano, aparecen en fotografías que le han dado la vuelta al mundo, parados sobre los toldos de vehículos incendiados en las calles de Los Angeles durante estos cinco días de protestas, y es el mismo hombre que alentó, siendo presidente, la toma del Capitolio en enero de 2021, pero que fue absuelto por los senadores republicanos, “por temor a enfadar a los que votaron por él”, en una especie de juicio político en el que faltaron 10 votos demócratas para alcanzar los dos tercios necesarios e impedir tal indulgencia. Es el mismo hombre que, en el extremo de su arrogancia, llegó a declarar que “podría dispararle a alguien en la Quinta Avenida de Manhattan sin perder votos”.
El presidente tiene límites, pero Trump los ha roto todos. Por eso las denuncias del gobierno de California en su contra y las declaraciones firmes y críticas contra el uso arbitrario de la Guardia Nacional hechas por la alcaldesa de Los Angeles, quien no tuvo más remedio que implementar el toque de queda para tratar de aminorar los saqueos y disturbios violentos que han alterado las genuinas protestas contra las redadas antiinmigrantes. Ahí las consignas cumplen su tarea reivindicativa: “El sueño no tiene fronteras”, “Ningún humano es ilegal”, son mensajes que estallan silenciosamente en las emociones.
Lo que ocurre en Los Angeles y otras ciudades estadounidenses lanza un mensaje muy claro en aquellos países donde la izquierda ha defraudado a sus ciudadanos y donde, por despecho, avanzan los votos en favor de la derecha en todas sus variantes.
El de Trump es un gobierno de mentiras y manipulaciones. No hay evidencia de que la presidenta Claudia Sheinbaum haya alentado, como él lo hizo en el Capitolio, las revueltas que ahora intenta sofocar la Guardia Nacional y otras fuerzas gubernamentales en las metrópolis norteamericanas. Eso salió de la boca de la secretaria de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, Kristi Noem, una funcionaria también altanera que abandonó la universidad para dedicarse a los negocios agrícolas, heredados por su padre fallecido en un accidente en su natal Dakota del Sur. Fue reina de belleza en la secundaria y le llamaban “reina de las nieves”. En este caso, la Conferencia Nacional de Gobernadoras y Gobernadores (Conago) salió a mostrarle su respaldo a Sheinbaum, ante la ausencia de una “oposición” igualmente contradictoria y desdibujada.
Aquí es cuando aparece el incómodo tema del “injerencismo” porque, si bien no hay cómo señalar a la presidenta de incitar las protestas de migrantes en Estados Unidos, lo que sí hay, y resulta verdaderamente miserable, es el doble discurso de quienes sostienen hoy alguna posición en la estructura de la Cuatroté inserta en el gobierno, como el del infame Gerardo Fernández Noroña, líder del Senado, quien condenó, “enérgicamente”, las acciones de Trump contra los migrantes en California y calificó como “violaciones graves a los derechos humanos” y las redadas masivas como “injustas y arbitrarias”.
Pero cuando se trata de las violaciones a los derechos humanos en su país, mira para otro lado, tal y como lo hace la señora Rosario Piedra Ibarra, quien fue ratificada en noviembre pasado por el Senado morenista que encabeza el propio Noroña, para un segundo periodo de cinco años como presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), una institución que también ha metido la cabeza en la arena para no afectar los intereses del lopezobradorismo que la llevó a esa posición, tan sólo por el apellido.
Sí, Noroña es el mismo que en lugar de apoyar el esclarecimiento pleno de los sucesos de Teuchitlán, Jalisco, acusó de “miserables” a los familiares de desparecidos que exigían saber si las múltiples prendas y pares de calzado pertenecían o no a sus desaparecidos y si estos habían sido víctimas de una masacre, un exterminio. En otro momento, declaró que “lo del rancho Izaguirre ha sido un manejo verdaderamente deleznable de la derecha”. En su lugar, el abyecto Noroña prefirió acusar que ese asunto era utilizado para “montar una campaña contra la presidente Claudia Sheinbaum”.
Está muy gastado el refrán que acusa el disparate de la incoherencia sobre alguien por “ser candil de la calle y oscuridad en su casa”. Pero es cierto. En México, sin embargo, se mueven con pincitas las críticas sobre un régimen incoherente que llama “rescates” a las detenciones de indocumentados en su paso por México hacia Estados Unidos, las cuales se incrementaron durante las primeras amenazas arancelarias de Trump sobre nuestro país.
En esa línea, y como es sabido, la Guardia Nacional de este lado hizo lo propio, realizándole el trabajo al republicano tras chasquear los dedos, y en pocos meses se desplegaron cientos de efectivos en la zona fronteriza del norte del país para detener y repatriar migrantes y, de paso, capturar a miembros de la delincuencia organizada, antes de que Trump se decida a “invadir” México en busca de narcos pertenecientes a cárteles calificados de “terroristas”. Esa injerencia ocurre, como todo mundo sabe, desde siempre, pero a veces sucede con aprobación oficial: el Senado de Noroña votó en abril para que 120 soldados norteamericanos arriben en tres aeronaves a Santa Getrudis, Chihuahua, con armamento, municiones y equipo especial para lo que han dado en llamar “ejercicio especializado conjunto 2025” y permanezcan del 7 al 25 de julio.
El tema de las relaciones entre México y Estados Unidos puede depender de los resultados que arrojen las protestas antiinmigrantes en este último país y el endurecimiento (¿se puede más?) de las acciones de Trump contra los disidentes.
El tema de las relaciones entre la Cuatroté y los habitantes del país que gobierna depende de la honradez y justicia con que aquel se conduzca; y eso incluye su comportamiento con los disidentes que, de otra forma, también son vilipendiados. Pero siete años de hostigamiento pueden ser ya muchos.