Platicar con Víctor Hugo Rascón Banda

Por Jesús Chávez Marín

— Conocí a Víctor Hugo Rascón Banda en 1981, en un encuentro de escritores que organizó Mario Arras en el Centro Cultural Chihuahua. Ese encuentro se llamó Primera Asamblea de Escritores Chihuahuenses. En ese entonces Arras era el director del Centro Cultural, ubicado en la esquina de Ocampo y Aldama, donde hoy es el Restaurante La Casona; también era director del Seminario de Cultura Mexicana, corresponsalía Chihuahua, institución que realizó ese encuentro de escritores, que fue muy exitoso y el primero en la historia de la ciudad de Chihuahua.

Arras le llamó Asamblea porque su propósito era reunir a todos los escritores chihuahuenses, de todas las edades y géneros, famosos y desconocidos, tuvieran o no tuvieran líbros publicados; bastaba con que hubieran publicado por lo menos un solo texto en cualquier revista o periódico; tanto los que vivían en la ciudad como a los de fuera, incluso fuera del país. O sea: A todos.

Fue allí donde los que andábamos en el ambiente cultural de aquellos años supimos la existencia de escritores que iniciaban su trabajo literario con mucha energía y buena fortuna, escritores de Chihuahua que vivían en la Ciudad de México y empezaban a ganar premios importantes como el Villaurrutia; a publicar libros en editoriales universitarias de la Capital: José Vicente Anaya, Ignacio Solares, Carlos Motemayor, Jesús Gardea y Víctor Hugo Rascón Banda. Gardea vivía en Ciudad Juárez, pero sus publicaciones y relaciones literarias también las realizó en la Ciudad de México.

Para ese entonces yo cursaba el último año en la Escuela, hoy Facultad, de Filosofía y Letras. Había publicado poemas y relatos en El Heraldo de Chihuahua y en algunas revistas, pero Arras no solo me invitó por eso, sino porque éramos los mejores buenos amigos, así que tuve la buena suerte de que a todos ellos me los presentó en forma particular, cuando fueron llegando.

El último en aparecer fue Víctor Hugo Rascón Banda, porque toda la vida fue un hombre muy ocupado, en ese entonces gerente de un banco provinciano de la Ciudad de México llamado Aboumrad y además ya desde entonces se las arreglaba para tener siempre una obra suya en la cartelera teatral de aquella ciudad, con todo lo que implica el trabajo de montaje.

Los otros cuatro señores que venían de la Ciudad de México se dedicaron a darle vuelo a su propia importancia, pero Víctor Hugo se portó siempre cálido y elegante con los asistentes: platicaba con los jóvenes, escuchaba atento lo que le decíamos, preguntaba, se interesaba de veras por el movimiento literario de Chihuahua, se portó como una compañero, un amigo.

Por eso un año después, cuando un grupo de egresados de Filosofía y Letras fundamos un suplemento literario llamado Aura, Víctor Hugo apareció en nuestra primera portada y le dedicamos el primer número: una entrevista grabada con él que transcribió mi hermana Carmen Chávez, una crónica de Luis David Hernández sobre el teatro de Víctor Hugo, un análisis literario de Voces en el umbral que escribió Óscar Robles. Antes de la semana recibimos un mensaje agradecido de Víctor Hugo, a quien para entonces ya considerábamos amigo personal, no solo un escritor admirado.

En verano de 1982, para celebrar nuestra reciente graduación de la escuela, quienes hacíamos suplemento hicimos un viaje de una semana a la Ciudad de México para ver teatro y visitar museos y librerías. Me acuerdo que fuimos Luis David Hernández, José Pedro Gaytán, Raúl Gomez Franco, Víctor Díaz, Óscar Robles y yo; del grupo solo faltaron Ceferino Reyes y Héctor Contreras.

Lo primero que hicimos al llegar fue buscar a Víctor Hugo, quien ya nos esperaba. Nos citó en su oficina del Banco Aboumrad nos tenía un itinerario muy bien organizado; sugirió que durante el día recorriéramos tales y cuales museos, y luego él se reuniría con nosotros por la tarde, al salir del trabajo, para acompañarnos al teatro.

Ese viaje fue todo un banquete de buen teatro, de principio a fin. Ese primer día Víctor Hugo nos llevó al Juan Ruiz de Alarcón, para ver la puesta en escena de Tina Modotti, obra suya que apenas unos días antes había estrenado.

Para mí en lo personal fue asistir a otra dimensión del arte escénico: una gran producción, un texto maravillosamente escrito, actores de fama nacional. Y además el autor mismo era nuestro guía, Víctor Hugo, siempre con buen ánimo de platicar, amistoso y sapiente.

Esa misma noche Víctor Hugo nos llevó a ver la función de Tranvía llamado deseo, donde actuaba Humberto Zurita y a día siguiente vimos Traición, de Harold Ponter, con Jaqueline Andere: aunque aparecían estrellas de la televisión, las producciones de esas dos obras tenían un alto valor artístico.

Con su amistoso acompañamiento y con su guía, aquella semana fue una experiencia inolvidable, Víctor Hugo fue con nosotros a todas las obras que vimos, lo mejor del teatro mexicano de ese año; aunque él ya las había visto todas, se sentó en la butaca de enseguida con el entusiasmo de un espectador gozoso y bien informado.

El último día de nuestra estancia, un domingo, fuimos por la mañana a la función de Novedad de la Patria, realizada por Luis de Tavira con textos de Ramón López Velarde: espectacular, con un tren de tamaño natural que entraba a la escena, y textos hermosos y bien seleccionados. Esa semana también vimos Salón Calavera, de Alejandro Aura, donde uno de los actores era Enrique Lizalde.

Dos años después de aquel viaje regresé a la Ciudad de México por el asunto de un libro colectivo en el que me invitaron como autor; antes de irme le llamé a Víctor Hugo para ver si podría pasar a saludarlo cuando anduviera por allá. Me contestó muy afectuoso, me dijo que siempre le daba alegría recibir a los chihuahuenses que llegaban. Me citó, me dijo el día y la hora, y que me esperaba en un edificio del Paseo de la Reforma, Banca Cremi, donde ahora él trabajaba, pues el banco de antes se había fusionado.

Cuando llegué a buscarlo, su secretaria me indicó que ya me esperaba, en diez minutos salía de una junta. Eran oficinas grandes, lujosas, y por lo visto Víctor Hugo tenía un puesto muy alto, pues parecía que él era el jefe de todo ese piso.

Salió elegantísimo pero me saludó tan sencillo como siempre, Chávez, qué gusto de que andes por acá. Me indicó que lo siguiera hacia un elevador; todo lo mundo lo saludaba y a veces en corto le consultaban algún asunto. Subimos al penthouse; la puerta del elevador daba directo a un restaurante de súper lujo. Víctor Hugo me dijo que era propiedad del banco, al igual que todo el edificio.

Allí estuvimos platicando hasta que ya había iniciado la noche, y eso que llegamos como a las 11 de la mañana: iniciamos con un whisky tras otro, a su hora, la comida exquisita y fina, y después algunas otras copas.

Me habló de sus inicios en la Ciudad de México, a donde se había ido muy joven. Su experiencia como estudiante de provincia en la Facultad de Derecho de la UNAM. Por modestia no me contó que tuvo un promedio de 10 en todo el trascurso de la licenciatura, pero eso yo ya lo sabía.

Platicó que luego hizo la maestría y el doctorado y entonces entró a trabajar como asistente de Luis Echeverría, cuando ya era ex presiente. Echeverría lo buscó precisamente por el promedio. Trabajando con él, hizo algunos viajes internacionales, con los asuntos del Centro de Estudios del Tercer Mundo.

También me contó un millar de historias del mundo literario mexicano y todas contadas con el intenso talento narrativo que tenía Víctor Hugo, quien transformaba un día cotidiano cualquiera en una sucesión de horas fabulosas, como las de esa tade.

Tres años después, la empresa paraestatal Leche Liconsa me invitó a la presentación del libro La Leche, que algunos hicimos, donde yo escribí una de las crónica. Fue en la Casa Lamm.

Por supuesto que invité a Víctor Hugo, pero me dijo que no podría ir, tenía uno asuntos del banco que atender. Pero que al siguiente día nos podríamos ver, a las 10 de la mañana. Yo tendría que estar en el aeropuerto a las 7 de la tarde, para mi regreso, así que tenía todo el día libre.

A las 9 de la mañana me habló Víctor Hugo, que andaba bien ocupado, pero que allí me iba a mandar a uno de sus colaboradores, con el carro, para que me atendiera.

A las 10 de la mañana pasó por mí un señor muy amable, en un carro Grand Marquis nuevecito de color verde musgo. Me dijo: El Maestro me instruyó a que lo llevara al aeropuerto a en la tarde, y que, mientras, lo transportara a donde usted quisiera.

Fuimos a una feria de artesanías donde busqué regalos para Maya y para mis dos hijos, luego a un par de librerías y, al acercarse la hora,  me regresó al hotel a empacar; de allí al aeropuerto donde estuve puntual. Le agradecí al amable señor que me acompañó todo el día, le envié mi agradecimiento y mi saludo de despedida a Víctor Hugo y, en silencio, le dije adiós al hermoso automóvil que durante un día entero tuve a la puerta.

En 1986 volví a convivir con Víctor Hugo, esta vez en en Ciudad Juárez, en la Primera Jornada de Cultura del Noreste, convocada por el Programa Cultural de las Fronteras. Fue un congreso muy agitado, y, aunque a todos nos hospedaron en el mismo hotel, casi no tuvimos tiempo de platicar, él hacía sus comidas con distintas personas con las que tenía asuntos.

Solo al siguiente día anduvimos con él Mario Arras, Enrique Hernández Soto y yo: lo acompañamos a la función de una obra suya que puso un grupo de teatro de Ciudad Juárez, El abrecartas, donde él se emocionó cuando lo presentaron como el autor, y recibió el aplauso en el escenario, al final.

Tiempo después él fue nombrado director de la Sociedad de Autores y Compositores de México, Sogem. Su vertiginosa vida de escritor de éxito, teatrista siempre en cartelera, ejecutivo bancario, aumentó aún más, y entonces se volvió casi inaccesible para los amigos provincianos, como yo.

Así que desde entonces ya solo pude verlo en sus conferencias y en los homenajes que lo traían de visita a Chihuahua. Sin embargo mi amistad incondicional y me comunicación con él siempre las mantuve intactas, hasta la fecha, ahora que él ya no está.

Junio 2020

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