Por Francisco Ortiz Pinchetti
— Lua, mi querida nieta, cumple 17 años este sábado 12. Inicia así el último año de su etapa de niña-adolescente. En 2021 se convertirá en adulta y ciudadana al mismo tiempo y podrá obtener su credencial para votar y para entrar a los antros. Además, estará a punto de terminar la preparatoria y de iniciar sus estudios profesionales. Es decir, esta es mi última oportunidad para referirme a ella como mi pequeña.
Hija de Laura Elena, mi hija, Lua es hasta ahora mi única nieta. Nació justo cuando yo, recién desempleado, iniciaba junto con mi hijo y colega Francisco José la aventura de editar un periódico zonal mensual en la Ciudad de México, Libre en el Sur, concretamente en la hoy Alcaldía Benito Juárez. En mayo pasado, en plena pandemia, nuestra publicación cumplió también 17 años. Este año, además, iniciamos la publicación de una edición digital de nuestro periódico.
La historia de mi pequeña cumpleañera coincide con una de las etapas más interesantes de mi carrera profesional y de mi vida, luego de trabajar durante cuatro décadas como reportero. Puedo decir que ella vino a enriquecer enormemente mi existencia porque me dio la oportunidad de revivir los años de mi infancia y de compartirle a la vez mucho de mis vivencias.
Un día Lua dejó de ser bebé (aunque para mí lo sigue siendo). La imaginé escapando por debajo de una cerca de madera y emprender la carrera con los brazos abiertos en una llanura hermosa llena de luz. A partir de entonces, mis afanes se centraron en enseñarle las mejores cosas de la vida y de mi experiencia. Me propuse, hasta grados de obsesión, transmitirle mis conocimientos sobre la vida, el mundo, la naturaleza. “Tengo que platicarle alguna vivencia cada día”, pensé.
Me parecía importante platicarle sobre la vida de las abejas o las hormigas, o sobre la manera en que se fabricaban, por ejemplo, los postes de luz, para explicarle que antes se hacían con troncos de árbol. Traté de explicarle el por qué de la lluvia y la importancia de los ríos y los bosques. Le conté como, cuando niño, tuve un loro llamado Laredo. Y dos patos que mi hermano Humberto y yo llevábamos a un laguito del Bosque de Chapultepec, del que vivíamos cerca, para que nadaran. Se reía Lua cuando le relataba nuestras dificultades para sacar del agua a nuestros patos, que se llamaban Patis y Boro.
Le mostré unos negativos fotográficos que conservo para explicarle que las cámaras fotográficas usaban antes un rollo de acetato y que los teléfonos tenían un disco para marcar el número deseado; que las grabadoras empleaban unos carretes con la cinta y que las plumas fuente de escribir se cargaban de la tinta con un tintero.
Por supuesto que compartí con ella y con su mamá gratos paseos por la ciudad, especialmente en el Centro Histórico. Ahí le enseñé la esquina de Venustiano Carranza donde estuvo la tienda departamental Astor, a la que mi madre me llevaba a comprar ropa, y que un día se quemó. O la otra esquina, en Palma y Madero, donde estaba el Sidralí, una lonchería en donde me llevaban a comer medias noches con salchicha o paté, con un refresco de manzana que así se llamaba: Sidralí.
Fui con ella también a Palacio Nacional, a la Catedral, al Museo de la Ciudad, al de Economía y desde luego al Munal; le mostré la estatua de El Caballito, en la plaza Tolsá; subimos al mirador de a la Torre Latino, fuimos a la Feria del Libro en el Palacio de Minería, paseamos en la Alameda Central y el Museo Jean Mayer, entramos a las librerías de avenida Juárez y la invité a desayunar al Samborn’s de Madero.
Mil veces fuimos a pasear a Coyoacán, donde le enseñé la parroquia de San Francisco donde hice mi primera comunión a los siete años, el jardín Hidalgo, el Museo Nacional de Culturas Populares donde a menudo hay exposiciones temáticas que a ella le encantan, la lonchería de las flautas. Desde sus primeros años infantiles le gustaba meterse al Parnaso a ver libros, comer esquites en la plaza o nieves de la Siberia. También solíamos ir con alguna frecuencia a San Ángel, particularmente al tianguis de artesanías que se instala en la placita adyacente al jardín de San Jacinto, y al Bazar Sábado que funciona cada semana en la antigua casona de los Scherer.
También, claro, fuimos muchas veces de día de campo a la Marquesa, a los Arcos de Tepotzotlán, a Los Columpios de la carretera a Cuernavaca y al Desierto de los Leones, donde le conté la historia del convento carmelita del siglo XVII, que recorrimos varias veces incluido su pasadizo subterráneo y oscuro. En Xochimilco subimos a una trajinera y en los llanos de Salazar ella montó en un pony mientras yo le platicaba del tren que por ahí pasaba rumbo a Toluca.
Hemos ido de viaje también, por supuesto. Un día le enseñé el mar en Veracruz y otro día el portento de la pirámide del Sol en Teotihuacán, a la que subimos ambos. Hemos ido juntos a Puebla, a Morelia, a Tlaxcala, a Zirahuén, a Guanajuato, a Taxco, a San Miguel Allende, a Tuxpan…
En un par de ocasiones compartí con ella una experiencia excepcional: visitar el museo Casa de Madera, en Tenango del Aire, Estado de México. Es un lugar encantado, que guarda una asombrosa colección de objetos. Objetos cotidianos, muchos de ellos ya en desuso. Ese lugar me permitió, de un solo golpe, mostrar a Lua muchos de los utensilios que quería que conociera.
Ahí –escribí en esa ocasión– vimos un garabato, que es una especie de canastilla plana que colgaban del techo para preservar algunos alimentos, lejos del alcance de los gatos. Lua conoció los cuarterones, cuartillos y medios cuartillos de madera con los que se despachaba –y se despacha todavía en los pueblos— el frijol y el maíz, el arroz, las habas, las semillas en general. Vio también por primera vez en su vida una bomba de flit, usadas para esparcir insecticidas; las botellas clásicas de la Cocacola, las chaparritas El Naranjo y el Soldado de Chocolate; las latas de lámina azules de la Sal de Uvas Picot, lámparas de petróleo, las charolas de la cerveza Corona, el barzón para la yunta, las planchas de carbón y de gasolina, el mecapal que se coloca en la frente para cargar cosas pesadas en la espalda, un azadón, mecates y reatas, que no son lo mismo; los cacles, que son el nombre náhuatl de los huaraches; una puerta de tejamanil, la desgranadora de elotes, una bomba de agua manual, una sierra San José de carpintero, una despachadora de leche, los tompiates y los chiquihuites de palma, los camioncitos de madera, billetes y monedas antiguas, una cantimplora de peltre, los juguetes de hojalata como la mariposa que aletea al arrastrarla sobre el piso…
Un día, su tío Francisco José y yo la llevamos a un partido de béisbol en el Foro Sol de la Magdalena Mixuca, entre los Tigres, nuestros favoritos, y los Diablos Rojos. ¡Y le gustó! En otras dos ocasiones la hemos invitado al bellísimo nuevo estadio de los Diablos, el Alfredo Harp Helú. Y me dio el gusto de disfrutar conmigo ese deporte, que tanto me apasiona. Además, ¡es tigrista!
La pandemia de la COVID-19 ha prácticamente interrumpido nuestra relación personal. En estos horribles seis meses de aislamiento nos hemos visto dos, tres veces, aunque seguimos en frecuente contacto. La extraño mucho. Espero que esto pase pronto, sobretodo porque pienso que ella tiene derecho a vivir y disfrutar su juventud. Y espero también, en otra ocasión, poderles platicar las riquezas inmensas que Lua me ha dado con su cariño, su ternura, su sensibilidad y su inteligencia. ¡Felicidades, bebé! Válgame.
@fopinchetti