Por Leonardo Boff
— La Covid-19 nos remite a un problema ecológico: la respuesta de la Madre Tierra y de la naturaleza que, como entes vivos, han reaccionado contra la agresión sistemática que sufren desde hace siglos por parte del voraz proceso productivista que no respeta los límites de sostenibilidad, y ha destruido los hábitats de los virus. Éstos, buscan en otros animales, o en nosotros los humanos, un nuevo hábitat, de cuyas células se alimentan. Es consecuencia del tipo de civilización científico-técnica que creamos a partir del siglo XVII, que trataba a la Tierra y a la naturaleza sin cuidado, y cuyo único valor era estar a disposición del uso de los seres humanos, para que saquen de ella ventajas de todo tipo, especialmente, económicas.
La visión secular de la Tierra, como Magna Mater y Pachamama, fue abandonada. Sólo modernamente, con la nueva cosmología y biología, se ha recuperado la noción de la Tierra como un Super-Ente vivo, que se autoorganiza sistémicamente para mantenerse vivo y producir siempre vida, denominado Gaia.
Hoy, con la Covid-19, la concepción de la Tierra-Gaia y de la Pachamama de los pueblos andinos, ha adquirido relevancia. Nos muestra la urgencia de rehacer el contrato natural con ella, violado hace mucho, si queremos frenar su contraataque contra la humanidad. Ella ha enviado ya una gama de virus, entre ellos el actual coronavirus, que por primera vez está asolando a todo el planeta. Tales virus, junto al calentamiento global y otros eventos extremos, son señales enviadas por la Madre Tierra para que reflexionemos y cambiemos nuestra forma da habitar en ella, y nuestro modo destructivo de producción.
La lección que hay que sacar de estas señales es que debemos volver a sentirnos parte de la naturaleza, y no sus dueños, y que nosotros los humanos somos la porción inteligente de la Tierra, con la misión de cuidar de ella, como condición de nuestra propia supervivencia.
Para eso necesitamos figuras ejemplares que nos muestren que otra relación amigable y no destructiva para con la Madre Tierra y para con la naturaleza es posible. En verdad, es la única que se revela benéfica para ambas partes de este contrato natural.
En Occidente surgió un cristiano de excepcional calidad humana y religiosa que vivió una profunda fraternidad universal con todos los seres de la naturaleza: Francisco de Asís (1284-1226).
En su encíclica de ecología integral, Laudato Si: sobre el cuidado de la Casa Común, el Papa Francisco presenta a San Francisco «como el ejemplo por excelencia del cuidado de lo que es frágil, vivido con alegría y autenticidad. Es el patrono de todos los que estudian y trabajan en el campo de la ecología, amado también por muchos que no son cristianos» (nº 10). Dice todavía más: «Corazón universal, para él cualquier criatura era una hermana, unida a ella por lazos de cariño; por eso se sentía llamado a cuidar de todo lo que existe… hasta de las hierbas silvestres que debían tener su lugar en el huerto» de cada convento de los frailes (nºs 11-12).
El historiador Lynn White Jr., en 1967, en su divulgado artículo “Las raíces históricas de nuestra crisis ecológica”, acusaba al judeocristianismo, por causa de su visceral antropocentrismo, de ser el factor principal de la crisis que en los días actuales se ha transformado en un clamor. Por otro lado, reconocía que ese mismo cristianismo tenía un antídoto en la mística cósmica de San Francisco de Asís. Para reforzar la idea sugería que fuese proclamado “patrono de los ecologistas”, cosa que hizo el Papa Juan Pablo II el día 29 de noviembre de 1979.
Efectivamente, todos sus biógrafos, como Tomas de Celano, San Buenaventura, la Leyenda Perusina y otras fuentes de la época, afirman «la amigable unión que Francisco establecía con todas las criaturas; se llenaba de gozo inefable todas las veces que miraba el sol, contemplaba la luna y dirigía su mirada a las estrellas y al firmamento».
Daba el dulce nombre de hermanos y hermanas a cada criatura, a las aves del cielo, a las flores del campo y hasta al feroz lobo de Gubbio. Construía fraternidad con los más discriminados, como los leprosos, y con todas las personas, como el sultán Melek el Kamel de Egipto, con quien mantuvo largos diálogos, y mutuamente se admiraban.
En el hombre de Asís todo viene rodeado de cuidado, simpatía y ternura.
El filósofo Max Scheler en su conocido estudio sobre “La esencia y las formas de simpatía” (1926), le dedica brillantes y profundas páginas. Afirma que «nunca en la historia de Occidente surgió una figura con tales fuerzas de simpatía y de emoción universal como encontramos en San Francisco. Nunca más se pudo conservar la unidad y la entereza de todos los elementos como en San Francisco, en el ámbito de la religión, de la erótica, de la actuación social, del arte y del conocimiento» (1926, p.110). Tal vez por esta razón Dante Alighieri lo llamó el “sol de Asís” (Paraíso XI, 50).
Esta experiencia cósmica adquirió una forma genial en su “Cántico al hermano Sol”. Ahí encontramos una síntesis acabada entre la ecología interior con la ecología exterior.
Como mostró el filósofo y teólogo francés, el franciscano Éloi Leclerc (+1977), superviviente de los campos de exterminio nazi, para él los elementos exteriores como el sol, la tierra, el fuego, el agua, el viento y otros no eran apenas realidades objetivas sino realidades simbólicas, emocionales, verdaderos arquetipos que dinamizan la psique en el sentido de una síntesis entre el exterior y el interior y una experiencia de unidad con el Todo.
Estos sentimientos, nacidos de la razón sensible y de la inteligencia cordial, son urgentes hoy, si queremos rehacer la alianza de sinergia y de benevolencia con la Tierra y sus ecosistemas.
El gran historiador inglés Arnold Toynbee reflexionó acertadamente: «Para mantener la biosfera habitable durante otros dos mil años, nosotros y nuestros descendientes tenemos que olvidarnos del ejemplo de Pedro Bernardone (padre de San Francisco), gran empresario de tejidos del siglo XIII, y de su bienestar material, y empezar a seguir el modelo de su hijo, Francisco, el más grande de todos los hombres que hayan vivido en Occidente. El ejemplo que nos da San Francisco es tal, que los occidentales debemos imitarlo con todo nuestro corazón, porque es el único occidental que puede salvar la Tierra» (El País, 1972, p. 10-11).
Hoy San Francisco se ha convertido en el hermano universal, más allá de las confesiones y culturas. La humanidad puede enorgullecerse de haber tenido un hijo con tanto amor, con tanta ternura y con tanto cuidado por todos los seres, por pequeños que parecieran.
Es una referencia espontánea de una actitud ecológica que confraterniza con todos los seres, convive amorosamente con ellos, los protege contra las amenazas y los cuida como hermanos y hermanas. Supo descubrir a Dios en las cosas. Acogió con jovialidad las enfermedades y las contradicciones de la vida. Llegó a llamar hermana a la propia muerte. Estableció una alianza con las raíces más profundas de la Tierra y con gran humildad se unía a todos los seres para cantar loores con ellos y no solo a través de ellos, como dice en su Cántico, a la belleza y a la integridad de la creación.
Como arquetipo, Francisco penetró en el inconsciente colectivo de la humanidad, en Occidente y en Oriente y desde allí anima las energías bienhechoras que se abren a la relación amorosa con todas las criaturas, como si estuviésemos aún en el paraíso terrenal (cf. L. Boff, Francisco de Assis: saudade do paraíso, Vozes 1986).
Él nos muestra que no estamos condenados a ser los agresores pertinaces de la naturaleza, sino su ángel bueno que protege, cuida y transforma la Tierra en una Casa Común de todos, la comunidad humana y terrenal. Él suscita en nosotros la saudade de una integración que perdimos por causa de la ruptura que establecimos con la naturaleza. Con él nos convencemos de que, por todos los lados, hay todavía señales del paraíso terrestre que nunca se perdió totalmente.
El espíritu de San Francisco, el hermano universal, podemos recrearlo dentro de nuestro interior e irradiarlo hacia el exterior, como lección aprendida del confinamiento social forzado.