Por Francisco Ortiz Pinchetti
— Una frase del propio Presidente explica la conducta –y la ausencia– de Andrés Manuel López Obrador ante la crisis del coronaviruis COVID-19: “En política hay que optar entre inconvenientes”, dijo el miércoles pasado desde el púlpito de Palacio Nacional al insistir tercamente en que no habrá condonaciones de impuestos ni salvamentos para las empresas, lo que nadie le ha pedido.
Lo evidente es que ya optó.
Prefirió sacar adelante su proyecto político personal, su Cuarta Transformación, que enfrentar la pandemia con entereza y responsabilidad, pagar el altísimo costo de decisiones tan drásticas como ineludibles y patrióticas, anteponer la salud de millones de mexicanos, salvar la planta productiva del país y preservar finalmente el exiguo bienestar de los pobres de México.
A partir de esa opción, el tabasqueño deambula como perdido entre desaciertos, ocurrencias y contradicciones. No es casual que en los momentos en que se tenía que tomar la decisión más trascendente no sólo de su sexenio, sino quizá del siglo, se evadiera luchando contra molinos de viento, viajara miles de kilómetros para supervisar la construcción de un tramo carretero y una escuela primaria, saludara de mano a la madre del “Chapo” Guzmán en Badiraguato, se quejara de ser víctima de “montajes” por parte de los periodistas o asegurara con rasgos paranoicos que no asume el retiro recomendado porque sus adversarios aprovecharían su ausencia para quitarle el poder.
Conforme pasan los días y el problema crece y crece, mantiene una actitud cada vez más errática y contradictoria, inclusive burlona, acusando a veces ignorancia, a veces soberbia, a veces ofuscación, mientras de manera casi unánime especialistas de la economía y de la salud, analistas y comentaristas, todos descalificados por él como “adversarios” y “conservadores”, cuestionan sus decisiones o sus ambigüedades o sus omisiones. O todo junto.
Y, a la vez, su presumida y supuestamente imbatible popularidad va a la baja: al menos en tres encuestas serias publicadas en los últimos días, que seguramente él calificará como “cuchareadas”, la aprobación de su mandato ha caído abajo del 50 por ciento, mientras la desaprobación crece proporcionalmente.
El sábado pasado por la noche vi y escuché al doctor Hugo López-Gatell, el vocero designado por el Presidente para el tema del coronavirus, realmente angustiado, de alguna manera desesperado e impotente, al clamar por la necesidad “impostergable” de tomar medidas drásticas frente a la amenaza sanitaria. “¡Es el momento!”, gritó el epidemiólogo, consciente de la alarma frente a una amenaza inconmensurable, a la vez que incapaz de convencer como especialista responsable al que tiene que tomar las decisiones, su jefe.
Por eso cuando era de esperarse ver aparecer en cadena nacional al Presidente de la República con toda la fuerza política, con la actitud y la investidura de un Jefe de Estado, grave y creíble, para hacer el anuncio trascendente de una decisión drástica y dolorosa, pero impostergable, apareció un aterrado –con razón– Subsecretario que obligado o de manera voluntaria asumió una responsabilidad que por supuesto no le correspondía, para hacer un llamado a los habitantes de toda la nación: quédense en casa, quédense en casa, quédense en casa.
Y con angustia enfatizar: “¡Es nuestra última oportunidad!”
Ha trascendido el jaloneo que se dio intramuros de Palacio Nacional entre miembros del gabinete, técnicos, especialistas e inclusive mandos de las Fuerzas Armadas la tarde del domingo y la mañana del lunes en torno a un documento preliminar que finalmente fue desechado y modificado, suavizado y matizado para quedar en una ambigua y confusa declaración de Emergencia Sanitaria, a la que el propio Presidente habría ordenado agregar “por causa de fuerza mayor”.
En política hay que optar entre inconvenientes.
Lo peor es que el mandatario no parece estar consciente de lo que ocurre y asumirlo coherentemente. Niega apoyos fiscales al sector privado, al que de nuevo descalifica. Asegura que el pueblo está “feliz, feliz, feliz” y que habrá empleos, muchos empleos”, sin decir cómo. Que tiene un plan, pero sin decir cuál.
Para documentar su desvarío bastan algunas frases suyas de los últimos tres días, en sus conferencias mañaneras:
“Todavía hay que esperar…”
“Vamos a resultar menos afectados que otros países”.
“Frente a la crisis, subsidios fiscales; frente a la crisis, salvamentos, rescates. ¡Ya no!”.
“Que no nos importe lo que están haciendo en otros países…”
“No es una debacle; vamos a salir pronto”
“Vamos a dar énfasis al empleo”.
“Vamos bien (…) La prensa amarillista, nuestros adversarios que todavía no ayudan porque los domina el odio, quieren que digamos cuántos muertos van a haber”.
“No estoy preocupado, porque vamos a dar énfasis en el empleo”.
“La recuperación económica se va a lograr pronto”.
“El pueblo es mucha pieza”.
“Tenemos que proteger primero a los pobres, no pueden seguir habiendo Fobaproas, y aquí es importante decir que muchas veces en política hay que optar entre inconvenientes”.
Andrés Manuel optó ya, pero no por los pobres a los que pone permanentemente en el centro de su discurso, ni por la justicia social, ni por la verdadera transformación de México, ni por la erradicación de la pobreza, la corrupción y la impunidad. Optó por sí mismo; pero renunció a su liderazgo. Válgame.
@fopinchetti