Por Ernesto Camou Healy
— Ayer fue Día del Amor y la Amistad. Mucho compromiso para una sola fecha, por una parte; y demasiado poco para algo que no se restringe a una jornada del segundo mes del año: Afortunadamente la gente se sigue seduciendo todo el tiempo, y no esperan a que llegue este día; más bien la experiencia señala que son multitud, de ambos sexos o del mismo, quienes se buscan con curiosidad y con apetito, se desean, extrañan, añoran y hasta se aman, todos los días del añ
Si la fiesta parece moderna, es por la ambición irrefrenable del comercio que encontró en la tozuda inclinación de reproducirse un pretexto adecuado para ofrecer mercaderías y chucherías que constituyen un pingüe negocio y son, aparentemente, una manera inocente y casta de expresar el cariño. Si en la antigua Roma en estos días se celebraban las fiestas lupercales, en las cuales los varones solteros confeccionaban látigos de cuero, se untaban sangre de animales y salían de francachela por las calles persiguiendo a las muchachas en edad de merecer para hacerlas suyas simbólicamente con un golpe del azote, con lo que las marcaban como fértiles y listas para cumplir con su misión reproductora, hoy el intercambio de tarjetas con corazoncitos y boquitas plegadas para anticipar un beso, apunta a una pedagogía más retorcida, con más ambigüedades, pero igualmente orientada en último término al acoplamiento.
Que en estos días algunos de los habituales regalos entre las parejas, o los pretendientes, sean flores y chocolates sólo subraya la intención latente, y quizá poco consciente, de llegar a la cúspide amorosa: Las flores, además de bellas y decorativas, son en el reino vegetal el medio en el cual tiene lugar la reproducción; mientras que los chocolates, cuya historia en nuestro México es antiquísima y se utilizaba en la cocina mucho antes que llegaran los europeos, cuando arribó al Viejo Continente no fue aceptado de inmediato pues se le consideraba un potente afrodisiaco, lo que provocó el rechazo a su consumo entre la “buena sociedad”, y la búsqueda no tan clandestina por parte de muchos y muchas que lo estimaban precisamente por esa particularidad.
Porque la festividad que recién se celebró, por más empalagosa y neutra que se represente, tiene una historia de muchos siglos y de mucha agalla: Aunque se pretenda configurarla como una celebración del amor adolescente, ingenuo y cuidadoso de las formas, de inmediato asoma la pasión recóndita, primigenia, esa que en un tiempo llamaban “concupiscente”, que tenía que ver con el deseo y con la carne, puesto que en esencia todo amor emana de esa voluntad primigenia de preservar la especie.
Y no es que solamente se tenga presente la carnalidad de la pasión, pero hay que aceptar que todo querer es, a la vez, un sentir y un movimiento de la inteligencia, una afección íntima que está sustentada en un saber prístino que conmueve el centro de la persona que siente y entiende en un mismo afectarse, y que con frecuencia no acierta a expresarlo con coherencia suficiente, sobre todo cuando carece de experiencia, porque en cuestiones del amor, a veces nos quedamos sin palabras y nos sucede como a San Juan de la Cruz que sólo alcanzamos a emitir “un no sé qué, que queda balbuciente…”
Y esta perplejidad en la que suele sumirnos esa atracción bisoña, es la que intentan resolver los mercachifles que diseñan tarjetas, globos, pastelitos y dulces con imágenes de un amor que asemeje inmaculado, sanitizado, lejano de los efluvios carnales, que en lo candoroso disfrace lo espontáneo, y que permita a las buenas conciencias, siempre deseosas de preservar la imagen, aceptar una versión del amor al parecer alejada de los arrobamientos corporales, más angelical y no tan humano, como un subterfugio recatado para consentir, y permitirse, un atisbo del cariño y del deseo poderoso que lleva, eventualmente, a la entrega absoluta.