Presentación del libro No era el mar, de Armando Gutiérrez Mares [marzo, 2001].
Por Jesús Chávez Marín
— Hay hombres que tienen siete vidas, como los gatos, y que mueren siete veces antes de pasar a otra dimensión o de convertirse en polvo y regresar al seno de la tierra. Ya sea porque guardan cuidadosamente vidas secretas, clandestinas, por razones de la política, los negocios o los amores; o porque concluyen etapas de su existencia y se atreven a cambiar de ciudad, profesión, o a navegar en la soledad después de haber cerrado un ciclo para iniciar otro destino.
No sé cuántas vidas tiene mi maravilloso amigo Armando Gutiérrez Mares, que en las voces de su conversación me ha revelado zonas desconocidas del pensamiento; historias de su pasado ya tan largo que él suele contar con la frescura de su memoria prodigiosa; ideas cuya claridad trasciende la información del mundo material y alcanza vidas anteriores de personas que según él aún existen en otra galaxia pero que antes fueron águilas, gaviotas, príncipes y asesinos que cumplieron su destino ineludible.
Armando, por ejemplo, se dedicó a la industria durante años en la Ciudad de México, ganó dinero, compró una casa para sus hijos y su mujer, la familia que él formó con el amor y la nobleza de los hombres bien educados; viajó por negocios por toda la república y se daba el lujo pagar un psicoanalista que cobraba muy cara la hora de consulta, dos veces por semana.
En uno de esos viajes, los del territorio físico, o en algún viaje interior de la oscura conciencia propia o ajena, se inició en la meditación trascendental. Desde niño fue lector intensamente, además de que sus grandes ojos supieron leer el esplendoroso texto de la naturaleza y la condición humana. Para ese nuevo tiempo suyo empezó a leer a los clásicos de la filosofía oriental y a practicar el yoga, hasta alcanzar el grado de maestro y su nombre espiritual: Siri Deva.
Viajó por otras regiones y regresó a Chihuahua, su tierra, a principios de los años noventas, donde su madre anciana lo necesitaba. Aquí se estableció como consultor de negocios, inició un programa en Radio Universidad que se llamaba Área vital donde habló de muchos temas para quienes supieron escucharlo, que fueron útiles para los asuntos de la vida práctica, la nutrición, los perfumes, la cultura física y el amor. También se inscribió en el taller literario de Enrique Servín y escribió una columna semanal sobre temas de salud. No los que se refieren a la medicina industrial, sino los de la naturaleza, las plantas, el ejercicio físico y la armonía espiritual.
En cuanto al oficio literario, en esta ciudad se sabe que el Taller de Literatura de Enrique Servín, que en aquellos años tenía su sede en la Universidad Autónoma de Chihuahua, en el Área de Literatura de la Dirección de Extensión y Difusión Cultural, no es solo una escuela de datos y estrategias de redacción. El maestro Servín acostumbra con su sabiduría transformar las vidas de sus discípulos y volverlos escritores de profesión, de vida intensa y ánimo creciente. Es difícil escapar a su influencia.
Sucedió entonces que Armando se puso a escribir cuentos. Luis Carlos Salcido y yo le publicamos algunos en una revista que hacíamos, que tenía el mal nombre de Chihuahua me vuelve loco; luego saqué otros textos suyos en Solar cuando era jefe de redacción, y luego publiqué su relato “La dama elegante” en mi compilación Nueve leyendas de Chihuahua.
Él escribía porque había elegido ese nuevo destino, el de escritor; yo le publicaba porque sus textos me gustaron y también para hallar esta forma de trabajar juntos en algo y platicar muchas horas, pues en su conversación aparecían datos extrañísimos, giros existenciales insospechados y, sobre todo, buen humor, a veces un humor negro, corrosivo y neurótico, que me estimulaba.
De esa manera me convertí en su editor favorito, lo cual para mí ha sido privilegio.
Algunos de sus cuentos de este libro los conocí en primeras versiones hace diez años. Otros hace apenas seis meses, cuando iniciamos la producción editorial de No era el mar.
Estos veinte cuentos no pertenecen al género de la literatura fantástica, como pudiera suponer quien conociera la personalidad extraña de este autor singular. Al contrario. El ambiente narrativo es diáfano y realista, casi neoclásico, y muchos de los personajes que en estas páginas cumplen su destino cristalizado por la escritura son tan comunes como un presidente municipal de pueblo, un agente viajero, una reina de la belleza, una mujer solitaria que asiste al concierto de unos músicos en Nueva York, un payaso que hace juegos malabares en las calles de ciudad despiadada para juntar monedas, una puta buenísima cuya honradez ya quisieran para un domingo los políticos que nos administran con tanta ineficiencia los asuntos públicos; en fin, gente como uno.
Sin embargo en algunas líneas, en ciertas voces, aparece el latigazo de la maravilla, de otro mundo cuya luz encandila, giros de fantasía que dan noticia de otras dimensiones del tiempo y la sangre. El narrador no se deja caer en el alarde ni quiere apanatallar lectores; platica las historias con el mismo tono lento, claro y preciso con el que se cuenta la vida cotidiana en las ciudades de este siglo nuevo.
En uno de los cuentos viene esta frase, donde se describe la angustia y la leve paranoia de un señor:
Respiraba agitado y el latido de su corazón le recordó el ritmo del tambor de alguna danza ancestral.
La expresión “alguna danza ancestral” aparejada al ritmo cardiaco del asustado agente de ventas que sale a medios chiles de un bar, le da a la escena una asociación inquietante y de gran efectividad narrativa por su precisión, sobre todo si más adelante el personaje habrá de conocer a una mulata bella en cuya lumbre y ternura su identidad se fundirá lleno de preguntas y miedo.
En otro relato el narrador describe un paisaje de Majalca, donde uno de los elementos cobra vida, se levanta y sorprende con su resplandor al que en plena resolana camina y contempla:
Mis pasos persiguen las huellas que otros han dejado, sobre estas añosas veredas que serpentean por la meseta, asentada sobre acantilados rocosos.
Al seguir tranquilo su camino, sus ojos se ven atraídos por…
Algo semejante a un matorral, pero de un color negruzco, resalta a lo lejos; hago un esfuerzo para identificar aquella mata oscura en la distante ladera y no puedo creer lo que vislumbro: el cuerpo desnudo de una mujer asoleándose entre las rocas, con una larga cabellera azabache.
Una bella metáfora del insomnio aparece en el relato, aparentemente tranquilo, de unos cazadores en el monte. En el texto, con toda naturalidad se narran los dos planos confundidos de lo onírico y lo material:
Entré en momentánea duermevela, pero un felino de enormes fauces saltó sobre mí en la oscuridad y desperté sofocado por un pavor paralizante; la pesadilla canceló toda posibilidad de cerrar los ojos.
El oficio artístico de contar historias lo cumple con toda puntualidad Gutiérrez Mares en este libro suyo. Reflexiones acerca de la ecología, el destino, la miseria, la belleza asoman a veces, pero no son carga pesada que interrumpa el cauce de la narratividad. La conciencia del lector habrá de saber de forma instintiva que el autor de estos relatos está muy bien afinado en el arte de pensar.
Por todo esto conviene leer este libro cuya prosa ligera y pulida nos trae noticias de gente muy cercana a la vida, la ciudad, la época nuestra. Gente transfigurada por la magia amable de Armando Gutiérrez Mares.
Gutiérrez Mares, Armando: No era el mar. Editorial Universidad Autónoma de Chihuahua, México, 2001.
Marzo 2001.