Cántaro

Por Guadalupe Ángeles

—Te prometí que soñaría una máquina especial. Me levanté en la madrugada y la hice. Conseguí una aleación de metales valiosos, distintos, impersonales; lo hice porque tú siempre pensaste que las máquinas de madera eran superiores a cualquier otro artilugio hecho con diverso material. Decidí alejarme de tu forma de hacer este tipo de objetos y conseguí materiales que nada tuvieran que ver contigo. Pero a decir verdad tu uso de los materiales no era el principal delirio que atravesaba esa idea tuya del universo, sin embargo, ahora se trataba de mí, no de ti.

Estos metales los pude armar en una estructura de formas caprichosas dentro de su concepción de artilugio fabricado para perturbar, pero completamente convencional en su estructura física en sí. En este objeto, de apariencia inofensiva, se introducía a las víctimas gracias a su propia voluntad, pues lo que se mostraba a simple vista, era un tráiler, su cabina era blanca y la caja la formaba un cuerpo geométrico cuyos seis lados eran placas de vidrio hipergrueso, en la parte derecha lucía un letrero: “Datos friendly, lo más trendy”, debajo del cual había una puerta cromada a la que se tenía acceso mediante una breve escalera de aluminio. Fue por esa puerta que entraron cuatro personas, quienes, confiando en mi bonhomía se dejaron conducir, les dije que tenía datos necesarios para ellos. Una vez que entraron ahí, en ese espacio donde amigables sillones tapizados en una tela suave, color azul rey, ocultaban mis verdaderas intenciones con su aire de confort y bienestar. Los dejé dentro y salí con algún pretexto; ninguno de ellos imaginó que la puerta fue cerrada herméticamente y era imposible abrirla por dentro.

“¿Cómo era mi vida antes de ti? Algo sencillo, tan sencillo que se dividía en blancos y negros; el blanco eran las tardes plácidas de lectura y el negro era asistir a ese lugar lleno de dolor, escuchar a los que enfrentaban el sufrimiento de muy distintos modos y transcribir sus palabras. Blanco y negro”. Así, también la máquina era así, una forma geométrica cuyas paredes de vidrio permitían ver al interior haciendo la perfecta dupla: dentro/fuera, blanco/negro; y así, esa transparencia de las paredes les permitía a quienes estaban dentro ver hacia afuera y ser mirados.

A quienes fueron llevados ahí por mí (y que ya empezaban a desesperarse por mi ausencia), se les informó, mediante una llamada a sus teléfonos celulares, lo que debían hacer para abrir desde dentro la única puerta de ingreso a esta máquina: en una esquina del artilugio aquel había una computadora encendida sobre un escritorio, en la pantalla del ordenador se iban desplegando diversos razonamientos que desembocaban en preguntas y quienes se hallaban dentro, si deseaban salir, debían responder a esas preguntas que se sucedían en la pantalla de manera constante, cíclica; ellos podían escribir en la computadora sus respuestas y cuando sus contestaciones eran correctas, se les daba acceso mediante un password que aparecía en la pantalla, a la ubicación exacta, dentro del tráiler, de una página del instructivo para abrir el artilugio que los contenía.

No quise que murieran ni de inanición ni a falta de aire, pues giraba todo el tiempo en el interior de la máquina un aire frío, perfectamente acondicionado. En cuanto a los alimentos, había una máquina expendedora de toda clase de golosinas, quizá murieran de un coma diabético, pero de inanición no.

A un lado del teclado había un libro de pasta blanca, contenía un poema largo, épico; su título “CÁNTARO”, si leían el poema completo podían contestar a las preguntas que aparecían sin cesar en la pantalla.

Ése era el poema. Ése era el reto. Ésa era la forma de sobrevivir. ¿Cuánto tiempo iban a estar ahí? Hasta que contestaran, hasta que tuvieran completo el instructivo para abrir por dentro el artilugio. Sencillo. Quizá, la mente que planeó todo eso, es decir, la mía, no estaba por completo fuera de la realidad, sólo deseaba verlos sometidos a la presión, idéntica a la que yo me veo sometida dentro del negro que dibuja el cuadro de mis días: negro, blanco.

Y en el blanco me quedé, esperando que ellos encontraran la salida de ese espacio negro que constituyó para todos su permanencia en esta especie de cubo creado con metales impersonales, nada que ver con los bellos objetos de madera que antes fabricábamos hombro con hombro tú y yo.

Nada que ver con ese proceder orgánico. Éste era el artilugio, hecho con materiales sofisticados, la nota en sí disonante entre el antes y el ahora, entre mi honesta forma de ganarme la vida soportando a imbéciles que no tenían empacho en atiborrarme pensamiento y tiempo con su minuciosa forma de transformarse en bestias, y el blanco, ese blanco desde donde los contemplo ahora: sonriendo tímidamente en la acera de enfrente, los observo empeñados en leer y comprender cómo salir de eso, a la búsqueda de respuestas que ningún conejo de ojos rojos vendrá a darles. Sé que no.

About Author

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *