Por Guadalupe Ángeles
—He llegado a odiar a la Guadalupe que hay que cuidar siempre. Yo no debo dormir por la tarde porque si lo hago, ella no podrá dormir por la noche y a la mañana siguiente se levantará hecha pedazos, eso hará que llegue a trabajar desmembrada emocionalmente, o sólo tal vez no saldrá del sueño y tendrá ese día una falta en su trabajo, perdiendo así su dignidad de “adulta” y parte de su salario.
Por ese odio construí una escalera, pacientemente, apretando fuerte la lengua contra los dientes, hice así, en sus bordes, el dibujo claro de unos escalones que me llevan hacia abajo por la garganta; desciendo por el esófago hasta el estómago y luego me interno en las cavernas de los intestinos, recorro esos caminos enfangados como un acto liberador. Bajo las lámparas de luz blanca en la oficina, mientras archivo expedientes o transcribo reportes no estoy allí, sino en lo más profundo de mi cuerpo buscando una salida, arropada por los ácidos gástricos, diseñando la trayectoria de sistemas planetarios para vivir allí con unas alas de mariposa ocre jaspeada de jade antiguo, atenta a su transformación del amarillo al azul, luego al violeta, al rojo, diluyéndose luego en grises de una tersura casi táctil. Veo así el reflejo de mis alas sobre la dura piel de la luna, que de palidez intensa pasa por todos los tonos del caleidoscopio. Bebo mercurio líquido en un lago para estrenar mi lengua de mariposa, o me baño en tibia luz que los asteroides esparcen sobre los anillos de Saturno (los que a mi alrededor pasan ven a una persona anotando signos sobre papeles, como quien anota algo importante para después), me encuentro en esos instantes descansando de tanto vuelo interestelar, en el lomo de una colina plutoniana, contemplando como cruzan cometas, como juegan a alcanzarse las estrellas, es entonces que perdono a la Guadalupe que se desvela e inicio la búsqueda de un camino que me lleve a los pulmones y al corazón, algo cansada, sinceramente, de frecuentar las veredas de mi sistema digestivo.