Por Gustavo Esteva
—Hemos de hacernos, una y otra vez, la vieja pregunta de Lenin: qué hacer.
La mentalidad dominante parece incapaz de salir del callejón en que nos metió. No puede siquiera imaginar que existe salida. El libre comercio es buen ejemplo. Pocas cosas han sido más destructivas para el país que el tratado de libre comercio. Desmanteló nuestra planta productiva, causó la emigración forzada de 20 millones de mexicanos y nos dejó en la miseria dependiente actual. Sólo unos cuantos se beneficiaron. En vez de emprender el arduo camino de reconstrucción el nuevo gobierno se aferra a otro tratado, que será aún peor. Y las autoridades entraron en pánico ante la amenaza de aranceles que hubieran sido un paso hacia la salida para romper nuestra dependencia actual.
No parece posible que los gobiernos descubran el camino alternativo y su margen de maniobra es muy reducido. Tenemos que tomar el asunto en nuestras manos.
Al preguntársele cómo cambiar la sociedad, en los años 80, Iván Illich respondió: Ni la revolución ni la reforma pueden a final de cuentas cambiar una sociedad. Se requiere más bien una nueva historia poderosa, una historia capaz de barrer los viejos mitos y convertirse en la historia preferida, una historia tan incluyente que arme en un todo coherente todos los fragmentos del pasado y del presente, una historia que arroje alguna luz sobre el futuro para que podamos dar el siguiente paso adelante. Si se quiere cambiar la sociedad, es necesario contar una historia alternativa.
Ni la Reforma ni la Revolución cambiaron suficientemente la sociedad mexicana. Mantuvieron el régimen despótico creado desde la Independencia, que a lo largo de 200 años ha operado en la forma de una dictadura abierta o con diversas fachadas democráticas. Ha llegado la hora de ponerle fin. Por eso necesitamos cambiar la manera de cambiar.
Lo primero, quizás, es atrevernos a enfrentar el lenguaje patriarcal en que hemos sido formateados. Según las palabras que usamos, así experimentamos el mundo. Y nos han dado palabras que ofrecen filtros occidentales distorsionados y patriarcales. Como el fondo del asunto está en el sistema de mando y control reinante, debemos desmantelar toda jerarquía en nuestros espacios, organizaciones y actividades, disolviendo así el corazón mismo del régimen patriarcal.
No cabe ya colgar esperanzas o iniciativas de una vanguardia iluminada o de un líder carismático. El control de los aparatos estatales no ha sido camino al cambio. No lo es una democracia que es sólo pantalla de un régimen despótico, racista y sexista, desde su diseño original y hasta hoy. Necesitamos reconstruir la sociedad desde su base y forjar una nueva historia, dejando atrás los mitos asociados con el horizonte político del Estado-nación, la patria, y la sociedad en conjunto.
Debemos renunciar al futuro, por el carácter ilusorio de las tierras prometidas, y empacar en el presente tanto pasado y futuro como podamos.
En vez de la promoción leninista de nuevos caminos, suponiendo que la gente está paralizada o se mueve en dirección equivocada, debemos apelar al contagio y la conmoción: se trata de movernos junto con el otro, la otra, para descubrir juntos el camino.
Hemos de recobrar sentido de la proporción. El hombre industrial fracasó en su pretensión de ser dios. La lucha social ha de concebirse desde la dimensión de los mortales ordinarios que somos. Podremos recuperar nuestra agencia autónoma al actuar a nuestra escala, en vez de pretender que podemos ver el mundo desde arriba, desde el Estado, como si estuviéramos ahí o aún más alto. La política y la ética deben regresar al centro de la organización social, desplazando de ahí a la economía, para concentrarnos en el cuidado de la vida y enfrentar radicalmente la política de muerte dominante.
Hace falta decir no al desarrollo, en cualquiera de sus formas, con cualquiera de sus adjetivos o pretextos. No queremos ser como los desarrollados.
Debemos recuperar la noción de suficiencia, la idea de tener sólo lo suficiente para vivir bien. Al abandonar la compulsión a tener siempre más, con base en la premisa de la escasez que funda la sociedad económica, ésta también será disuelta.
La nueva sociedad ha de fincarse en la amistad, no en el lucro o la ideología. No somos individuos, esa construcción en la que se nos ha formateado y liquida nuestra condición humana. Tampoco somos masas, en las cuales se potencia la inhumanidad de la condición individual. Somos personas singulares, nudos de redes de relaciones reales y concretas que están inmersas en entramados comunitarios que forman las células de la nueva sociedad. En esos entramados no sólo están seres humanos; se encuentran también todos los que forman la Madre Tierra que somos.
Paso a paso puede así concebirse, contarse y realizarse la nueva historia, la historia de la sociedad nueva que nació en las entrañas de la antigua y la empieza a dejar atrás, con todo su horror.