El Van Gogh de Sergio Juárez en el Café de la Ciudad

Por Jesús Chávez Marín

En el costado izquierdo del Teatro de la Ciudad hay una cafetería muy simpática, atendida por jóvenes diligentes y atentos. El jueves 21 de noviembre de 2002 se presentó allí la función número 400 del Autorretrato de Van Gogh, uno de los monólogos del actor más solitario de Chihuahua, Sergio Juárez.

Llegué al lugar quince minutos antes y me trajeron de inmediato un tarro de cerveza oscura. Al fondo del Café, donde hay un pasillo que comunica con el vestíbulo del Teatro, Federico Márquez y Claudio Sergio Juárez Chávez preparaban la escenografía: pusieron una mesita con objetos en desorden, un candelabro con una vela roja, una pistola calibre 45, pinceles, lápices; colgaron unos cuadros bastante maltratados con algunas reproducciones de pinturas famosas, en un caballete el autorretrato a medio terminar, sobre el piso otros lienzos con pinceladas feroces.

Desde atrás de las candilejas se asomaba a veces Sergio Juárez, ya caracterizado en personaje: maquillaje de sombras, un saco negro y raído, pantalones de lona con manchas de pintura. Andaba algo nervioso, pues desde el teatro se escuchaba el ruido y la agitación de mucha gente que esa tarde había asistido a la conferencia de uno de esos predicadores de la buena onda, la neurolingüística y las inyecciones de autoestima que venden toneladas de libros “de superación personal” en cuanto terminan de su ceremonia ilusoria.

Por eso Federico Márquez se vio obligado a anunciar que la función del monólogo se retrasaría unos quince minutos, mientras los catecúmenos terminaban de comprar en el vestíbulo los libros y casetes con las verdades de la excelencia individual.

Dos cervezas después, sale a escena Vincent como la imagen viva de la derrota, ansioso parlotea fragmentos de discursos y luego se tira al suelo, convulsionado, con una mirada de lumbre en sus ojos: la voz del actor es oscura y firme, el gesto de su rostro es impresionante. La expresión corporal también es buena, aunque a la hora de hacer mutis sale de escena con brinquitos de María Candelaria en las películas del Indio Fernández: ese trotecito quiebra el ritmo, intensamente dramático, de la excelente versión escénica de Sergio Juárez.

Otros defectos que podrían señalarse es que nunca vemos pintar al personaje, cuya vida trascendió precisamente porque fue un artista original y portentoso: a veces sale dibujando en una carpeta pero más parece un niño de kínder decrépito y enloquecido que traza garabatos sin ton ni son, que un dibujante creando apuntes para sus óleos. Además aparece el lugar común del maniático que se corta la oreja como clímax y el balazo final, sin haber expresado la grandeza de este autorretrato escénico.

A pesar de esos pequeños defectos, más de dirección que de actuación, el Van Gogh de Sergio Juárez es un espectáculo artístico muy disfrutable: a uno se le pone chinita la piel cuando él circula entre las mesas en estado catatónico y la mirada encendida de furor mezclado con un profundo desaliento, muy bien expresados en el rostro, en las manos y en la acción dramática.

Noviembre de 2002

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