Por Hermann Bellinghausen
Asistimos a una legitimación de los campos de concentración. Aunque estos días se lleven todo el crédito Donald Trump y sus bonos electorales, sería injusto ignorar las aportaciones de la Europa meridional para modernizar y hacer funcionales campos de concentración que por supuesto reciben otros nombres y son apoyados por el electorado blanco.
El modelo perfeccionado por los nazis sentó las bases metodológicas de lo que estamos presenciando en la frontera norte, pero hay diferencias: aquí no hay cámaras de gas, el confinamiento es en principio temporal y punitivo, y los hornoscorren por cortesía del desierto en Texas y Arizona. La versión actual de campo de concentración empata con los centros de confinamiento para ilegales. La demanda de estas instalaciones constituye un negociazo, administrado por corporaciones privadas. Vieran lo bien que cotizan en Wall Street los campos de concentración. Carl Amery advertía en 1998 que Auschwitz no fue una catástrofe natural sin vínculo alguno con el devenir ordinario de la historia, sino una anticipación aún primitiva de una opción posible del siglo que comienza.
Tras el escándalo por el abandono de los niños migrantes encerrados en Clint, Texas, agencias y noticieros voltearon a los campos de confinamiento promovidos por Trump (no iniciados por él): proveen munición mediática en contra, y a favor, del inminente candidato republicano. The Nation (26/3/19) publicó el testimonio de Martin Garbus después de visitar un centro de confinamiento en Dilley, Texas, a 120 kilómetros de la frontera con México. El centro de encierro para familias más grande de Estados Unidos es de hecho una prisión, un campo de internamiento, escribe quien representara en tribunales a Nelson Mandela, Dan Ellsberg y César Chávez: En mis décadas como abogado, hijo de un migrante judío ilegal huyendo de los pogromos en Polonia, he visto a los gobiernos, nuestros y de otros, maltratar víctimas inocentes, escribe. Pero lo que vi en Dilley quedará conmigo para siempre. Pocos seres más desamparados que las mujeres y los niños en Dilley, que no son los violadores y asesinos de los que habla Trump.
El camino del migrante centroamericano desemboca en el horror de las facilities texanas. Garbus encontró unas 500 mujeres y niños procedentes del triángulo norte de Centroamérica. Llegaron a Estados Unidos no para salvarse ellas de la pobreza y el inacabable abuso físico y sexual, sino para salvar a sus hijos e hijas. Las madres comprendieron que se enfrentaban al abuso sexual, la violación, la violencia y el asesinato de su prole, y estarían más seguras en Estados Unidos. Casi todas huían de eventos recientes, un mes digamos; ataques fallidos o no de sus depredadores, sobre todo contra sus hijas, por pandillas, el gobierno, familiares o desconocidos.
Casi todos estaban enfermos. Habían cruzado el río Bravo para entregarse. “Los agentes los metieron a ‘la hielera’, edificio refrigerado donde cada noche tratan de dormir sobre el cemento, importunados día y noche por agentes”. La mayoría hace sus necesidades allí mismo. Dos sándwiches para cada grupo familiar, o días sin comida. Ninguna atención médica. De ahí a la perrera, donde las familias son encerradas “en jaulas, separadas por malla ciclónica… como animales”.
En Dilley, el visitante no puede tocar a los detenidos ni consolar a los niños si lloran ni regalarles una paleta. Abogado o voluntario que lo haga será expulsado. El lugar es gestionado por CoreCivic, empresa que donó 250 mil dólares para la campaña de Tump, y otro tanto para su toma de posesión. La compañía firmó un contrato por un millón de dólares con la Homeland Security. Podría ser peor. Muchos centros de detención no fueron construidos para albergar personas. En South West Key, Texas, uno que se acondicionó en un Wallmart vacío ha recibido un millón 300 mil dólares del gobierno durante ocho años. Entre más migrantes almacene Trump en la frontera, se necesitarán centros más grandes.
Y todo para que tampoco ahí estén seguros. En cuatro años, reportó The New York Times, se han recibido 4 mil 500 denuncias de abuso sexual a niños migrantes en los centros de detención, y un aumento mayor durante la política de separación familiar del gobierno.
No hay que buscarle mucho. Consulte el lector Campos de concentración en Wikipedia, y se encontrará con una descripción casi exacta, casi explícita, de las instalaciones estadunidenses para detener y escarmentar a los migrantes. Clint pisó los callos mediáticos de la Casa Blanca. El 21 de junio, en el noticiero de PBS, la abogada Warren Binford describió su visita a los niños detenidos. Lo tomaron las agencias y el centro fue desmantelado dos días después, la mayoría de los menores enviados a otra parte. Hasta el vicepresidente Mike Pence tuvo que fingirse indignado.
Este escenario no debe sernos indiferente. Ya asoma en Tapachula, mientras en el norte el pronóstico es reservado ante la creciente deportación de miles de migrantes, muchos de loscuales esperan en México la solución a su demanda de asilo o regularización migratoria en Estados Unidos. No retornarán a sus países y por un tiempo indeterminado residirán aquí. También llegan los expulsados, y se aglomeran los que no han cruzado o desistieron y quedaron atrapados en Tijuana o Juárez. Nos dirigimos a un mundo concentracionario de nuevo tipo. Y México está en el ojo de ese huracán. No podemos voltear a otro lado. Está sucediendo.