Un aspecto problemático del discurso del gobierno actual, y del que viene, es que, más allá de las florituras formales del pintoresquismo, prioriza el rubro educación
(popular, se entiende) por sobre la creación y difusión de las Altas Artes y el conocimiento. Aunque indispensables una para la otra, educación y cultura no son lo mismo. Otra área de colisión ha sido la investigación científica y la reconversión nacionalista del Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnologías (Conahcyt), pronto secretaría de Estado.
La pasada campaña electoral reiteró la pugna entre dos proyectos
culturales. El de los partidos de los anteriores regímenes se titulaba La reconciliación nacional a través de la cultura: Proyecto de la transición política mexicana del siglo XXI
, impulsado por la ex funcionaria calderonista Consuelo Sáizar. Era un ponerse a modo con la vieja élite hoy llamada neoliberal y declaradamente antigubernamental. En resumen, proponía volver a la administración probada
que habría hecho bien las cosas
y apaciguó a la élite intelectual durante 30 años.
Ponía énfasis en algo que nadie quiere realmente. Los bandos buscan estorbarse mutuamente, la reconciliación es imposible. E innecesaria. Ni el Estado ni sus oponentes en la intelectualidad rosa
quieren hacer las paces. Les atrae más la idea de adjetivarse o, al menos, ignorarse en lo posible.
El bando exquisito, de cacareado prestigio incluso internacional, con el Colegio Nacional, la Academia Mexicana de la Lengua y los centros de educación superior (universidades privadas, El Colegio de México, Centro de Investigación y Docencia Económicas, Instituto Tecnológico Autónomo de México) de su lado, se acostumbró a hablarles al oído a los presidentes, servir como tanques de pensamiento y ser –como cándidamente recordó uno de ellos– apapachado
por el Estado. Perdida la influencia de décadas en el Fondo de Cultura Económica y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, sus filas conservan presencia en la industria editorial trasnacional y privada, promueven sus nuevos
autores, mantienen el oxígeno para sus propios libros y sueñan todavía con ser árbitros del gusto, la calidad
y las ideas.
Previsibles como son, las mismas municiones que emplean contra el régimen político las aplican al campo de la cultura y las artes. Se deslindan entre burlas e imprecaciones de la Nueva Escuela, la nueva
historia patria, el populismo
a la latinoamericana, el encumbramiento –como quiera equívoco– de lo tradicional, artesanal y muy mexicano
, por parte del lopezobradorismo, tan a gusto en el rescate arqueológico prehispánico de vocación turística y la lectura simplista del complejo periodo virreinal, en muchos sentidos más brillante y menos racista, aunque menos heroico, que todo el siglo XIX que tan juaristamente promueve.
En su idea, siempre plausible, de crear universidades populares, o casas de la cultura en barrios, pueblos y colonias (Faros, Pilares, Utopías y lo que siga), el régimen elude cualquier cosmopolitismo contemporáneo (peor si es blanco
, europeo o estadunidense) y las alternativas experimentales o renovadoras de la creación artística que no procedan de nuestras raíces
. Se promueve la lectura, y qué bien, pero el repertorio popular
debe ampliarse, ser universal y moderno. Las ideologías estorban a la libre transmisión del arte y el pensamiento.
Andrés Manuel López Obrador colocó en posición de liderazgo cultural y de difusión política a figuras cercanas al último Carlos Monsiváis, lo cual tiene más significado heráldico cuando menos, respecto al provocador e influyente cronista, quien siempre dijo carecer de poder cultural
. Sus últimos colaboradores no podrían alegar lo mismo, pues han sido incluidos entre los intelectuales del Presidente por el propio mandatario. Ello es natural. Un régimen siempre busca el respaldo de intelectuales afines.
Un nacionalismo honesto debe incluir con orgullo (lo hacía Monsi) a los, digamos, nacionales-internacionales. Si algo logró México en la segunda mitad del siglo XX, para bien, fue trascender la dichosa barrera de nopal
y hacernos, como insistía Octavio Paz, contemporáneos de toda la humanidad. Los migrantes han impulsado una segunda cultura estadunidense. De la Ruptura en adelante, el arte mexicano dejó de exportar monotes
(Cuevas dixit), trajo lo que pudo de donde fuera y adoptó
a creadores foráneos que devinieron fundamentales para nuestra cultura, el rock dejó de ser local y conquistó el idioma, la novela viajó, nuestro cine se internacionalizó otra vez.
Una cara de esta diversificación (y no un fetiche neonacionalista) es el cosmopolitismo interior
, la diversidad dentro de nuestras fronteras, el continente indígena mexicano que nunca ha dejado de estar. Ni de estar colonizado. México resulta escenario recurrente del colonialismo interno que describió Pablo González Casanova.