Por Guadalupe Ángeles
Apenas esta mañana, al leer sobre las costumbres en Japón, puedo al fin nombrar esto que tenía en la mente aún, como quien carga un gran paquete entre los brazos y no sabe dónde dejarlo ni qué hacer con él.
El título de este escrito es el nombre que encontré para tal despropósito y sí, caminar por las calles conocidas con una alegría olvidada, como quien ha corrido un largo trecho y llega al fin a la orilla de un río y es mediodía, esa era la sensación: a pocas horas de que empezáramos a odiarnos yo volvía a ser yo. Dejé de ser “la mejor para ti”, aquella a quien definitivamente tendrías que elegir.
Pero mira, hasta escribirlo me cansa ahora. Y entiendo que tampoco era tan sencillo, porque probablemente tú no eras tú para mí, en ti quise arrebatarle algo a la muerte y se necesita mucha locura para lograr eso; me faltó una insania más poderosa o nunca pude huir del todo del sentido común que me miró con el rabillo del ojo y una sonrisita sardónica dibujada en su rostro anodino, siempre.
De modo que la gran conversadora a veces no tenía ganas de hablar y sin embargo inventaba cuentos de madrugada para que te dieras cuenta de que un simple objeto de color rojo violento traía a mi pensamiento lo mejor de ti, de manera tan urgente que debía escribirlo para que no cesaras de tenerme presente a tantos kilómetros de distancia.
¿Agotador? ¡Claro! Por eso no tenía tiempo de ser yo, lo esencial (creía) era hacerme necesaria, imprescindible; divertido juego para ti supongo, pero llegó a ser demasiado, lo dijiste un par de veces, sí, era abrumador.
Aunque ¿sabes? también fuiste útil de alguna manera, no tan rara, viéndolo bien, ya que todos somos más extraños de lo que pensamos; sin ti, sin mi desesperante ambición de tenerte, jamás hubiera probado las delicias de compartir divertimentos con aquellos que gustan de figuras geométricas tan predecibles como los triángulos, hexágonos exangües y rombos como de hule de tan estúpidamente flexibles; aunque tú gustaras de figuras menos convencionales, o al menos eso imaginé; cuántas cosas sobre ti no eran simples imaginaciones mías.
Fui mala también, y mentiría si no afirmara ahora que lo disfruté: porque ser una verdadera Geisha no está en mi sangre, infectada por esa “enfermedad” llamada reciprocidad.
No pude ser ese cigarro que encendiste por pura distracción y habría de transformarse en ceniza, no, yo tengo un cuerpo muy occidental.
Seguro fui ante ti un personaje que padece un grotesco disfraz: máquina para echar a andar el teatro ambulante que muy ingenuamente yo llamaba “enamorarse”; o luce sin prejuicios su verdadera piel ante quien no soporta tal espectáculo, pues le acomete un urgente deseo de volver la vista hacia lo cotidiano, ávido de beber un simple vaso de agua, cansado del exótico brebaje que se le ofrece, o quizá, acostumbrado a que la vida es una puesta en escena, no esperabas de alguien de apariencia tan simple, tal carnaval.