Por Guadalupe Ángeles
Pensar en ti como si no fueras tú y sin embargo estar segura de que estoy frente a ti cuando lo veo a él, algo así, imaginar una vida que hubiera sido posible en otra ciudad, en años distintos a los que has vivido. Quieres que te invente una infancia, quieres que te dé el poder que más anhelamos todos, lo sabemos ambos y por eso no he podido, durante todos estos años, hacer el traje de súper héroe que te quedaría a la perfección, porque eso pides de mí y es demasiado. Porque sé que escribir un cuento infantil es una tarea más allá de mis fuerzas, un cuento donde el hijo de un amor tan grande que nadie lo puede siquiera imaginar es capaz de lo imposible pues al tacto de sus dedos sobre los ojos del amado compañero que, le dijeron, los habría cerrado para siempre, hace, su tacto, que los párpados se abran y la mirada dulce y profunda de su mascota vuelva a brillar diciendo en esa luminosidad que su amistad no tendrá fin.
Pero ambos sabemos que hay algo más que esta imagen, es el correr de los días disfrutando de la mutua compañía, son las conversaciones que han tenido lugar a lo largo del tiempo sobre los temas más comunes: el engordar o el viajar, el describir ciudades y sensaciones, el edificar ese magnífico hogar para lo que los seres humanos hemos dado en llamar: Cercanía. Me he preguntado qué es eso yo también, y no me cabe en un cuento infantil la respuesta porque está hecha de sensaciones, no de palabras, no de imágenes.
No he podido inventarte una infancia llena de milagros, no hice de ti el joven dueño del toque de la inmortalidad, porque yo querría para mí ese poder: que la muerte retrocediera asustada al verme, que no se atreviera a tocar a los que amo, así de sencillo. Te regalo entonces la foto de un niño al lado del árbol más frondoso de la primavera, un niño de ojos iguales a los de Falcor en La historia sin fin, risueños y adorables, de manos suaves que cuando tocan unos ojos les dan el don de ver la luz para siempre.