Chinantecas en la colonia Tarahumara y las maquilas de Saturno

Por Patricia Mayorga | Raíchali

Las personas migrantes de origen chinanteco se han convertido en pueblo indígena con mayor presencia en Ciudad Juárez, según datos oficiales. Pese a ello, en esta frontera existen pocos espacios que las motiven a preservar y promover su cultura y su lengua. Son los lazos familiares los que mantienen viva esta identidad que llegó desde Oaxaca  

Ciudad Juárez, Chih.— Las cuatro hermanas Martínez Carbajal han aprendido a esquivar la violencia en esta frontera. Llegaron a Ciudad Juárez, Chihuahua, desde Valle Nacional, Oaxaca, hace más de 20 años, a través de redes familiares y en busca de mejores oportunidades en la industria maquiladora.

En estos años, las mujeres aceptan que la violencia ha tocado prácticamente a la puerta de casa y ha trastocado su rutina para no mirarla a la cara. “Sí nos ha tocado. Ahí donde vivimos sí, las cosas se han puesto un poco feas. Ha habido homicidios, mucha delincuencia, pero más bien procuramos no salir tanto”, dice Teresa. 

Graciela agrega que esa violencia es la que las ha orillado a sólo ir del trabajo a la casa y de la casa al trabajo, un ir y venir que, pese a todo, afirman que no las hace sentir con miedo. 

“En mi caso, pues yo nada más voy de del trabajo a la casa, de la casa al trabajo. Salimos sólo para lo esencial, pueden ser mandados, y me encargo de las niñas. Pero sólo en algunos momentos nos hemos sentido inseguras”, dice. 

Lo que cuentan las hermanas chinantecas no es gratuito. Donde habitan, en la colonia Tarahumara, se han registrado hechos delictivos a lo largo de todo el tiempo que han vivido en Ciudad Juárez, pues aquí vive la familia junta.

“Nos ha mantenido seguras la comunicación. Somos cuatro hermanas, ahora estamos acá tres, pero hemos vivido las cuatro en Ciudad Juárez. Una está de regreso porque fue a cuidar a mi papá”, comentan las hermanas, tras asistir a la iglesia del Pinole “Nuestra Señora de Guadalupe”, de la comunidad rarámuri.

Teresa cuenta que la familia llegó por oportunidades laborales, pero no han pensado nunca en cruzar hacia Estados Unidos. Esa decisión, explica, las hace sentirse todavía cercanas a su raíz, pues es una forma de no romper para siempre el vinculo con su territorio. 

“No lo hicimos para no alejarnos de ellos, porque acá tenemos la oportunidad de ir a Oaxaca en cualquier momento porque está uno en su país, entonces como quiera viajamos”, detalla Graciela Martínez.

Olas migratorias

Graciela relata que en julio cumplió 23 años de llegar a Ciudad Juárez. Fue una de las últimas de su familia en asentarse en esta frontera porque se quedó a cuidar a sus papás en Oaxaca. “Se dio el caso de que luego nos venimos para acá, porque mi hermana vino por oportunidad de trabajo, allá todo es muy mal pagado”, explica.

Graciela cuenta que el primero en viajar a Juárez para probar suerte fue un primo de nombre Severiano San Juan, quien tras probar suerte, convenció a la primera de las Martínez que esta ciudad fronteriza tenía algo que ofrecerles. Fue así, narra, que todas fueron llegando a esta colonia. 

“Él invitó a mi hermana. Mi hermana mayor fue la primera que se vino aquí, estuvo casi un año. Luego vino otra hermana que se llama Gloria y ya se hicieron compañía. Después buscaron vivir aparte de mi primo”, dice Graciela.

Posteriormente llegaron las otras hermanas con su respectiva familia. En su caso, Graciela narra que inició a trabajar en una maquiladora llamada Saturno, donde duró cinco años.

“En mi comunidad en Oaxaca nada más estaba a cargo de mis hermanas y trabajaban la tierra, pues ahí esperando. Somos de un pueblo que se llama Valle Nacional, entonces de ese pueblo hay otros ranchitos. Mi papá vivía, vive en un pueblo que se llama Monte Bello. Allá está casi todo muy rezagado”.

Las hermanas recuerdan que precisamente por esa marginación, estaban al cuidado de su abuela y para asistir a la primaria debían caminar hacia el pueblo más cercano. Pese a ello, Graciela, quien de chica cuidaba a sus hermanos, cuenta que sus papás no se han quedado a  vivir en Ciudad Juárez porque no les ha gustado.

“Para nosotros fue una manera de superarnos. Pero claro que extrañamos mucho, tanto las costumbres como la comida, aunque aquí siempre tratamos de hacer la misma comida, pero pues no tiene el mismo sabor porque pues aquí todo es congelado. Si se consiguen cosas de allá, con gente de Veracruz que trae”, añade Teresa, quien lleva 17 años trabajando en una maquiladora.

Paradas en la explanada del templo del Pinole de la colonia Tarahumara, dicen que están agradecidas con Ciudad Juárez, aunque no ha sido fácil ser mujeres indígenas en esta ciudad fronteriza porque hay mucha discriminación.

Racismo que no termina 

Es sábado por la tarde y las hermanas Martínez acuden a la colonia Tarahumara a festejar a Jesús Vargas, quien cumple 25 años de acompañar a las comunidades indígenas en esa zona. Ahí, las mujeres chinantecas se sinceran y rememoran cómo ha sido su andar como originarias de pueblos indígenas y territorios tan distantes.

“A mí me gusta Juárez por el trabajo, pero también porque las personas que hemos conocido aquí son hospitalarias, nos brindan mucho y son amables, a diferencia a veces de nuestro mismo pueblo, la gente de aquí es más amable”, opina Teresa y sus hermanas coinciden.

Karen detalla que antes hablar de los pueblos indígenas de Oaxaca, representaba mucho racismo, un trato que han sentido en carne propia sin importar realmente en donde estuvieran asentadas. “Allá desde que éramos niñas, mi abuelita siempre tenía esa costumbre de usar el huipil. Antes, la gente que tenía dinero decía: ahí vienen los indios. Entonces nos sentíamos mal porque te hacían de menos”, cuenta. 

Paradójicamente, las hermanas Martínez cuentan que al migrar lograron vivir más libres, porque la gente no sabía que eran indígenas. “También tiene mucho que ver el idioma. Por ejemplo, mi papá no nos permitió que habláramos mucho el chinanteco, para poder convivir mejor en la escuela. Cuando venimos para acá, ya no batallamos mucho con el español, porque algunos que vienen también de no hablaban allá, batallan mucho por el español”, agrega Karen.

Una lengua materna que se va perdiendo

La lengua es precisamente un tema donde las hermanas no coinciden. Graciela y Teresa, por ejemplo, sí hablan el idioma chinanteco y tratan de enseñárselo a sus hijos e hijas. “Yo le digo a ella (a su hija), vas a aprender porque de ahí sabes de dónde nosotros venimos y para que el día de mañana a ti no te dé vergüenza y eso ayuda mucho”, dice Teresa.

Entre Graciela y Teresa hablan su idioma materno, chinanteco, pero el resto de la familia no lo domina. Pareciera que la lengua que hablan estas mujeres que llegaron del sur es algo que no define la realidad de una dinámica ciudad industrial en la frontera norte, pero los datos señalan lo contrario. 

Según cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), que Graciela y Teresa dominen el chinanteco es relevante porque como ellas existen al menos 4 mil 400 personas más que lo hablan y que lo han posicionado como la primera lengua con más hablantes en Ciudad Juárez, lo que se traduce en que 22% de la población que se define como indígena en esta frontera habla esta lengua que llegó del exuberantes montañas oaxaqueñas y del sur del país. 

Pese a ello y a toda esta diversidad lingüística, las hermanas Martínez no encontraban espacios para impulsar su cultura y mostrase orgullosas como indígenas chinantecas.

“Fue por el profe Chuy que comenzamos a ver más por nuestra cultura. Como que no nos animábamos a mostrarnos. Él daba clases en la secundaria. Una sobrina iba a exponer sobre la cultura y el profe preguntó si hablaba su familia el dialecto y ya, nos dijo. Su mamá (de la sobrina) también ayudó. Hizo su exposición y el licenciado le dijo de dónde éramos, le dijeron que teníamos lengua diferente, ahí empezó todo. Hace como seis años”, relata Teresa.

Jesús Vargas era entonces responsable en Juárez de la Comisión para los Pueblos Indígenas (hoy es la Secretaría para los Pueblos y Comunidades Indígenas) e impulsó un censo de comunidades originarias en esta ciudad fronteriza, así como actividades en conjunto.

“Con base a eso conocimos a mixtecos, zapotecos, a otros chinantecos, gente de allá de Oaxaca, a los rarámuri, a purépecha, en actividades que el profe organizaba para nosotros”, agrega Karen.

Chinantecos y tarahumaras en la colonia fronteriza

Las hermanas tejen sus propios trajes tradicionales y también visten los que hace su mamá, quien hace vestidos tan elaborados que le llevan hasta un año tejerlos.

Ellas anhelan regresar a su tierra, pero están convencidas de que Juárez aún les dará más oportunidades para ellas y para sus hijos e hijas.

“Juárez para nosotros representa mucha oportunidad y aprovechar todo lo que nos pueda dar todavía: economía, salud, educación. Allá (en Valle Nacional) hasta para ir una consulta médica es difícil. Por la educación, allá casi no hay becas”, comenta Graciela.

Respecto de la gente rarámuri con la que comparten colonia, opinan que es poco el contacto que tienen porque el pueblo originario de la Sierra Tarahumara de Chihuahua se aísla más y sus tradiciones son muy diferente a las suyas, así como su forma de vivir. Aunque viven a dos cuadras del templo del Pinole, donde se concentran las personas rarámuri, “la mayoría es más apartados de la sociedad”, cuentan. 

Pese a ello Teresa cuenta que ha tenido más contacto con dos amigas rarámuri porque sus hijos e hijas están juntos en la escuela.

Las hermanas chinantecas viajan por lo menos cada año a su tierra en Oaxaca, pero el sentido de familia que les han inculcado en Valle Nacional, lo mantienen. “Somos muy unidas, los fin de semana estamos juntas, hacemos comida de nuestro pueblo. Mi otra hermana que no vino porque está mala, los fines de semana hace las tortillas. Tratamos de que todos los niños estén juntos”, agrega Karen.

Y sobre Valle Nacional dicen que ya no se maneja con usos y costumbres, pero en el rancho donde viven sus papás, sí se conservan. “Mi papá es la cabeza de la familia y permanece activo, hacen fatigas (tequio), él cumple con fatigas, que es el tequio, la fiesta del pueblo, lleva las flores, nosotros también vamos y participamos”, comparten.

 

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