Por Jesús Chávez Marín
―Ya te dije que no te puedo invitar, Bernardo. El año pasado hiciste un desmadre a las meras 12.
―Pero he cambiado, Eustolia. Ya dejé la tomadera y hasta conseguí trabajo con mi compadre Raúl, en la ferretería.
―Pues sí. Es la quinceava vez que cambias y que dejas el pisto, pero lo necio y lo peleonero no se te quita. Ya me la has hecho cantidad de veces. Soy tu hermana, no tu madre para andarte aguantando. Pobrecita de mi mamá, que Dios la tenga en su santa gloria, al último ya era la única que te consecuentaba. Hasta te daba para la droga, para que te curaras de la malilla. Así que olvídate: no vuelves a poner un pie en esta casa en lo que te queda de vida.
―Ándale, hermana. Nomás por esta vez. Supe que aquí se la van a pasar mis hijos, y tengo un montón de ganas de verlos.
―Anda, si ellos son los primeros que pidieron que por ningún motivo te fuéramos a invitar. ¿Ya se te olvidó que los avergonzaste a los dos delante de todo mundo?
―Pues sí, todos cometemos errores.
―¿Errores? No mames. Los tuyos no eran errores, eran verdaderos escándalos, uno tras otro, y hasta lo disfrutabas, desgraciado. No señor. Y ya vete, voy a cerrar la puerta, tengo mucho quehacer. ¿O hasta rogón vas a resultar? Ya era lo único que te faltaba.