Por Ernesto Camou Healy
El pasado miércoles 21 de junio fue el solsticio de verano, el día más largo de todo el ciclo anual y, por ende, la noche más corta. En el hemisferio Norte, es el fin de la primavera y marca el inicio del verano, que durará hasta el día 23 de septiembre.
Esto sucede porque la Tierra tiene un movimiento de inclinación, un cierto bamboleo que provoca que el polo Norte poco a poco vaya apuntando hacia el Sol, lo que genera más exposición a su luz y una cierta elevación de la temperatura.
El movimiento contrario, cuando el polo Sur se ladea hacia el astro rey, provoca en la porción septentrional del globo un descenso de la temperatura; allá sucede lo contrario, de tal modo que, si para nosotros se anuncia la estación más cálida, para ellos es el inicio del invierno.
Para los habitantes de este árido Noroeste de México el verano es una estación caliente, incluso fogosa, podemos afirmar, sin excedernos en la retórica. Son tiempos en que, para socializar, salir y realizar algunos encargos nos esperamos “al ratito, cuando se ponga el Sol…”
En lo personal, desde la primavera y el verano me suele despertar la claridad mañanera, de tal modo que, si percibo luz por el Oriente, me cuesta permanecer acostado y, aún cansado, difícilmente puedo volver a conciliar el sueño. El resultado de este bamboleo solar, es que los veranos, cuando se anuncia el alba, alrededor de las 4:45 de la madrugada, despierto y me alisto para la jornada que inicia: Me preparo un café, pongo música tranquila y me dispongo a leer o escribir en la quietud temprana. Suelen ser alboradas estimulantes, en las que disfruto la paz que precede al trajín de la jornada que seguirá
Eso tiene su contraparte: En los veranos suelo estar desvelado, producto de las noches cortas, consecuencia de ese meneo solar que nos obsequia calores y fríos, luz y oscuridad oscilantes durante el año, pero que nos trae el renacer de la vida, reverdecer de las praderas, una abundante floración y, esperamos, unos buenos aguaceros a partir del mes de julio…
Quienes no conocen nuestro clima y hábitat desértico difícilmente pueden entender la fascinación que nos provocan las lluvias. Lo que para otros, sean asiáticos, europeos o del altiplano mexicano, es una molestia, para los que vivimos en esta planicie norteña es un gozo, y una tregua añorada. Muchas veces nos ha tocado, estando en otras ciudades y comarcas, que alguien se disculpe por “la molestia” que ocasiona la llovizna o el chaparrón, mientras nosotros estamos felices y dispuestos a aprovechar el tiempo como se debe: ¡Viendo llover!
Algunas veces, hablando con un amigo de la capital, a la pregunta de cómo estamos, respondo que “muy bien: Tenemos un día nublado y un chipi chipi maravilloso…”. Y él comenta que allá tienen un clima atroz, está nublado y hay una lloviznita que no les deja hacer nada…
Eso es un rasgo de nuestros usos y costumbres propios de generaciones de trabajo y convivencia constante con un medio ambiente a veces extremo, estimulante y también difícil que tiene sus peculiaridades; pero que, en el fondo, es tan complejo y difícil como otros medios cercanos, como el trópico mexicano, que tiene sus singularidades, sus formas de vivir un medio diferente y complejo, que exige respuestas distintas de las que se han ideado en las arideces norteñas, cada una adecuada al medio, válida para ellos puesto que las culturas particulares, los usos y costumbres no son portátiles, sino adaptados al medio para el que se diseñaron.
Vivimos en este medio, seco y excesivo. Eso nos ha condicionado y hemos aprendido a vivir con él y en él. El solsticio nos anuncia un cambio, una canícula larga y complicada, pero con chaparrones, esperamos abundantes. Luego vendrá un otoño esperanzador que dará paso a un invierno amable y, esperamos, sosegado…
Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.