G. Ángeles: “La balada del pez moribundo”

Por Guadalupe Ángeles

Tengo sangre fresca en la mano. La antepenúltima vez que me bañé, aplasté un insecto en el lavabo. Quedó una mancha roja sobre la cerámica blanca.

El mar me ha dado todo. El sol, cierta sensación que llegué a confundir con ansiedad, demasiado calor en algunas partes del cuerpo.

Pero más que el océano (que desde siempre consideré sagrado) y el astro solar, probablemente aquel o aquello que creó ambos, me ha dato todo.

Incluso la posibilidad de enloquecer. La certeza casi absoluta de que una paloma bien podría haberme dirigido la palabra (¿cómo sería una paloma sonriendo?) para bien o para mal.

El miedo fue inventado por los seres humanos. Los animales huyen del peligro por instinto, nosotros, por temor a sufrir dolores desconocidos, y justo por ello, insoportables.

Se tirita de frío, ansiedad o miedo, ¿quién soy yo para conocer la diferencia entre ellos, disfraces todos de algo más abstracto (culpa)?

El mar me dio la certeza de no poder explicarme, porque cada pensamiento es una ola en mi cabeza, cada ola me recuerda el miedo al ahogo, y todo ahogo es una muerte. Debo olvidar, por tanto, esa certeza, y seguir fingiendo que puedo usar la vida como quien viste la prenda adecuada según el clima o la ocasión, para no ser considerada alguien que desconoce las reglas de la etiqueta o la temperatura de su propio cuerpo.

Caminaba a orillas del mar, pensando en la fastuosa flor blanca que nace y muere ante la mirada de quien sabe el nombre de la espuma pero le gusta jugar con las palabras; entonces sucedió: no lo esperaba, como nadie espera autonombrarse de pronto el único salvador a mano: vi un pequeño objeto ovoide, lo toqué, pensando que sería un fruto lanzado a la playa por la marea, sin embargo, vi su ojo y que palpitaba: era un pez, boqueaba, lo levanté y, tratando de no dañarlo (¿cómo se toma un cuerpo con firmeza y a la vez con dulzura, con la esperanza de que la muerte no haga cesar su respiración?). Tal vez sería ya tarde o quizá su cuerpo era así, no sé, me parecía que estaba hinchado por falta de aire ‒sí, por falta de ese oxígeno que solo puede tener dentro del agua‒, vi que la fuerza de las olas lo regresaban a la orilla; volví a tomarlo y lo lancé hacia el mar, pidiendo en mis adentros que tuviera la fuerza para nadar hacia el fondo y así no estar expuesto al oleaje; vi sus aletas pequeñísimas moverse aprisa, su cola impulsarlo, pero nuestro contacto, el de mi mano derecha y su pequeño cuerpo, se repitió dos, tres, cuatro veces.

Me parece recordar que pudo al fin desaparecer en la profundidad para sobrevivir.

Esa tarde ninguna paloma me dirigió la palabra ni habrá poder alguno que devuelva la vida al cadáver del cangrejo que recogí horas después. Y no sé si exista algo más para mí después de sentir la sangre fresca que mana de mi costado derecho luego que alguien hizo entrar en él, varias veces y con cierta prisa, un cuter de mango amarillo, del mismo tono encendido del que tenía en casa para sacar punta a mis lápices con los que hacía dibujos que ahora sé, es cierto, en nada son semejantes a la realidad, ¿o eran?

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