A raíz del asesinato de los jesuitas, las cosas cambiaron

Por Bernardo Barranco V.

A las 3 de la tarde del 20 de junio, las campanas de las iglesias de Cerocahui, en Urique, Chihuahua, repicaron durante un minuto.

Recordaban al país el artero asesinato de dos jesuitas. Justo a un año, el sacrificio de los prelados se hace presente. Se trata de sacerdotes ancianos, César Joaquín Mora Salazar y Javier Campos Morales, llamado Padre Gallo , a manos de un gatillero apodado El Chueco, líder de una banda criminal que azotaba la región.

Los jesuitas en la Tarahumara se han distinguido por ser solidarios y comprometidos con las comunidades marginadas, explotadas y reprimidas. No enseñan la fe en abstracto, promueven el desarrollo económico, la educación, la organización social y los derechos humanos.

Personalmente, me dolió el absurdo asesinato de dos misioneros, pastores que habían entregado su vida por las comunidades indígenas. Tenían 40 años habitando en aquella región apartada, hablaban perfectamente las lenguas tarahumaras, eran queridos y reconocidos por la población.

La justicia fracasó en Chihuahua. Nunca atraparon a El Chueco , lo encontraron muerto sin que tengamos una explicación certera. Pese a que las autoridades de Chihuahua presuman la detención de 40 sicarios miembros de la banda de El Chueco, siguen operando bandas de extorsión y transgresión criminal en la Tarahumara y en el país.

Hace un año reinó un profundo desconcierto porque se trataba de dos jesuitas misioneros, fieles al pueblo pobre y sufriente de la Tarahumara. Comprometidos con los indígenas pobres entre los pobres. El peso histórico de esa misión se remonta al siglo XVII. Los jesuitas asesinados eran dos misioneros de 80 años, que se habían inculturado y consagraron toda su vida en la pastoral en favor de las comunidades, principalmente, rarámuris en la Tarahumara. Su presencia ahí, se remonta a los años 80 y fueron honrosos herederos del gran obispo jesuita José Llaguno (1925-92).

Con datos del Centro Católico, en los últimos 30 años han sido asesinados más de 70 curas católicos. Cerca de 60 en los últimos 10 años, señala el mismo centro. Ocho en lo que va en el sexenio de AMLO. Los motivos son múltiples: robo, secuestro, la extorsión, móviles pasionales y también políticos. Las entidades más peligrosas de la República son Michoacán, Guerrero, Ciudad de México y el estado de México. Los religiosos padecen en carne propia la inestabilidad que se vive en los vasos capilares de la sociedad, sobre todo en las zonas apartadas, como la Tarahumara, donde la labor de la Compañía de Jesús se remonta a la Colonia.

Resulta sorprendente que México, un país de mayoría católica con arraigada religiosidad popular, tenga los índices más altos –no sólo de América Latina, sino del mundo– de criminalidad contra los curas. ¿La violencia generalizada que vive el país alcanza también a los religiosos? ¿La violencia ya no respeta la investidura sacerdotal ni su ministerio?

Cabría preguntarse sobre los evidentes signos de la desacralización del ministerio sacerdotal. Las sociedades modernas seculares ponen en duda la práctica de la sacramentalidad. Es decir, los rituales, los símbolos y la función de los actores sacros. La raíz es la desolemnización de las cosas sagradas y el vaciamiento del sentido mistérico de la práctica religiosa. La gran crisis que sufre la Iglesia en la sociedad contemporánea es que las cosas que debían ser sagradas en sí mismas no son percibidas totalmente como tales por los fieles –y, en algunos casos, por la propia jerarquía–; se ha profanado lo sagrado incluso dentro de los propios actores religiosos. La conducta más política, elitista y hasta disipada de actores religiosos como Marcial Maciel, Norberto Rivera y Onésimo Cepeda hicieron un gran daño simbólico a la dimensión sacral de la Iglesia. En otras palabras, la propia Iglesia católica tiene un alto porcentaje de responsabilidad en esa desacralización.

A raíz del asesinato de los dos jesuitas en la Tarahumara, la relación entre el gobierno de la 4T y la Iglesia católica se ha tensado. El episcopado se ha convertido en una bóveda de oposición abierta a las políticas oficiales. El episcopado, mediante contundentes mensajes públicos ha cuestionado la política migratoria y la estrategia de seguridad de la 4T. Seguido de un intercambio áspero de declaraciones. En un segundo momento, la cúpula de la Iglesia rebasó la línea, al confrontar directamente al presidente López Obrador. El episcopado emitió un duro comunicado en defensa del INE. Lo exaltó como un instituto confiable de gran reconocimiento internacional y calificó la reforma de AMLO como regresiva y un agravio a la vida democrática del país. Por si no quedara duda, redactó un nuevo comunicado contra el llamado plan B del Presidente. La discordia entre AMLO y la jerarquía católica debe contextualizarse. La iglesia acostumbrada a tratos preferenciales y privilegios, quedó sorprendida por el trato que el Presidente dio a cristianos no católicos. Por tanto, hay resentimientos de muchos obispos por la excesiva apertura del Presidente a los evangélicos pentecostales.

El asesinato de los jesuitas catalizó a la jerarquía católica ser abiertamente crítica al gobierno. Y abrazar las causas de una oposición incierta. A un año del sacrificio de los jesuitas las cosas ya no son las mismas.

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