Por Hermann Bellinghausen
¿Se sentirá realizado el que siempre quiso ser viejo? Porque de que los hay, los hay. Un compañero de otro siglo, joven universitario que abiertamente desconfiaba de los jóvenes y confesaba que quería ser mayor, ha llegado finalmente a viejo. Por entonces, pensar así equivalía a un sacrilegio. La juventud era divino tesoro como nunca, con el verano del amor, la liberación sexual, la contracultura, y seguirían las décadas antes y después del sida cargadas de sobrevivientes y rebeldes que hoy se apagan filosóficamente.
I hope I die before I get old, cantaba un prematuro Pete Townshend con The Who. No se le cumplió y ahí anda, aunque sordo. El compañero que les cuento no era el único con tal conflicto etario, o tal proyección de uno mismo al futuro, denotando una seguridad de llegar hasta allá que yo nunca tuve. Su desconfianza en lo nuevo –que no fuera de él y los suyos, asumiéndose originales y sensatos por encima del resto– lo volvió reaccionario. ¿Será que la edad mayor es reaccionaria? Antes sí, casi eran sinónimos. No me lo parece ahora, viendo la participación de personas de edad
en la vida pública de barrios, comunidades rurales e indígenas, clases medias y proletarios en retiro. Han ganado en tolerancia, cargan menos prejuicios. Cuántas veces los jóvenes son hoy los reaccionarios y peligrosos. Los indolentes. Los intolerantes.
Así que aquellos, como el compañero, que optaron por la condescendencia negociada con el poder que antes combatían, pasaron a tener la razón desde arriba. No les gustaba ser jóvenes, o dejó de gustarles muy pronto. Como si el 68, en vez de inspirarlos les estorbara en sus secuelas civiles, y en las armadas peor. En el fondo se identificaban con The Beatles, añoraban tener 64 años.
A pesar de sí mismo, ese joven que no quería serlo fue audaz, propositivo, prometedor; en fin, joven. ¿Preferirá, nostálgico, aquel muchacho inevitable, o se prefiere ahora, vencedor y vencido, maduro, a fin de cuentas confuciano más acá del camarada Mao, realizado y quizá sereno?
Para la mayoría de la gente, la juventud y sus residuos cotizan en el largo plazo. Se venden tantas promesas y remedios. Los gimnasios se abarrotan, suben las ventas de bicicletas inmóviles, se multiplican las tiendas naturistas y las sesiones de yoga. Cirugías, cremas y chochos se expanden morbosamente. Predominan el maquillaje y el retoque fotográfico. Es normal
querer ser siempre joven. El mito de una fuente de la eterna juventud data del año de la canica, y por más que lo desmienta la realidad, la quimera no pasa de moda, nada más se recicla.
Los jóvenes no saben lo que quieren, decía mi bien informado compañero, con tantas o más lecturas que yo. Daba a entender que él, aunque joven, sí lo sabía. Un gesto de precocidad arrogante, un gesto de aristocracia confirmado por lo que nunca hizo: poner a prueba sus ideas, ir al país de abajo, del cual sin embargo por años no dejó de hablar comprensiva, solidariamente. Documentó confederaciones, ejidos, sindicatos, movimientos políticos. Pero no indígenas, y nunca más protestas estudiantiles, infestadas de juventud, qué espanto.
Otro vocero notable de la primera generación de jóvenes forever, que como quiera finalmente enruquecieron –y de la cual ya entonces mi compañero se deslindaba– canta: I was so much older then / I’m younger than that now. Mejor dicho cantaba a los 22, hace sus buenos 60 años, Bob Dylan.
A otras gentes, todas las edades las agarran en curva, no llegan preparadas y no esperan gran cosa. Y cada nueva y progresiva edad desmiente su desencanto. A medias. No les va tan mal, y en el fondo no importa, día vivido es día ganado. Se improvisa a diario. Su margen de error es, desde luego, amplio. Por tal irresponsabilidad
se les señala como personas que no saben madurar, se pudren de verdes rozando peligrosamente el terreno del ridículo. En escarnio festivo se autonombran chavo-rucos
.
Por lo demás, hay gente, sobre todo mujeres, más a gusto que nunca con la edad avanzada, ya liberadas de las monsergas hormonales y sentimentales. Viajan juntas, beben o queman, aprenden nuevas destrezas, participan en lo que haga falta, se divierten con cierta sabiduría.
Luego están quienes experimentan la edad como progresión de cataclismos que empeoran con el deterioro de órganos y músculos, el agotamiento crónico, la lenta demencia. A lo mejor, beckettianamente, todos nacemos muertos, pero nos toma una vida enterarnos.
Para qué darle vueltas, al cabo que nacer y morir son lo único definitivo. Lo demás es moneda al aire, seas planta u Homo sapiens. La duración, ¡ay, Proust!, ¡ay, Bergson!, es tan relativa como el Universo, que no sabemos si se expande o se contrae. Apenas si somos partículas atrapadas, mientras vivas, en un sistema cerrado de interrelaciones moleculares del cual desapareceremos sin dejar huella, aunque caprichos de la posteridad ocasionalmente parezcan desmentirlo en mármol o en los libros de historia.