Cuento: El amor de su vida

Por Jesús Chávez Marín

¿Qué pasaría si los girones de sueño que tuve anoche, donde sin ninguna lógica apareció Selina, se concretaran en una cita inesperada luego de cuarenta años de no frecuentarnos, con la propuesta de cambiar el rumbo de mi vida, a una edad en que ya los planes son cosa del pasado?

En ese tiempo nebuloso del sueño aparezco yo, o alguien parecido a mí, que asiste a los funerales de Zulemita, la madre de Selina, en Mausoleos. En el vestíbulo hay personas que se comportan como personajes de proscenio teatral. Muchos de ellos son conocidos de mi pasado: algunos de ellos parecen viejísimos; otros siguen intactos, igualitos a cuando formaban parte de la vida cotidiana en el barrio de nuestra juventud. Yo, o el protagonista del sueño, soy un hombre como de 65 años, pero con la curiosidad inquisitiva de uno de 30.

De tanto ir al cine, algunos recuerdos se han contaminado con trucos baratos de tecnología, así que todo ese almanaque se cierra en un círculo temporal y se abre otro donde estamos Selina y yo de novios, en el zenit de nuestra felicidad juvenil. Vamos muy abrazados en mi troca rumbo a la boda de una prima mía, vamos elegantes y ella, como siempre, radiante de hermosa y de guapa. La iglesia, la cena, el brindis y luego, a la mitad del baile, nos fuimos en mi troca a la orilla de una arroyo limpiecito, porque había llovido y todo estaba fragante, y entonces me tocó el privilegio de desabotonar su lindo vestido de fiesta y luego acariciarla a ella por todos lados, que era uno de los rituales de nuestro placentero amor.

Recorrí los recintos de la funeraria saludando gente, allí vi a mi hermano y nos fuimos a la cafetería a esperar la hora de la misa. Desde allí la vi llegar, siempre visible, con aire de autoridad, caminando firme con unas botas finas y su vestido elegante, una ejecutiva de femenino encanto. No la miraba desde un funeral anterior, diez años antes, esa vez el de su padre. Le dije a mi hermano: Llegó Selina, acompáñeme a saludarla. Se miraba algo triste por la muerte de la madre, pero nos saludó sonriente, como saluda uno a antiguos compañeros de escuela, alguien a quien conoces de toda la vida. La perenne gracia de su primorosa juventud se veía opacada por un mechón blanco que la hacía aparecer levemente ridícula, como el personaje cinematográfico de Cruela de Vil (si por alguna razón imposible se me hubiera ocurrido decirle este símil, me hubiera odiado para siempre).

Volvió el sueño a su set hollywoodense: la pareja del año luego de cuatro años de noviazgo donde hubo de todo, incluso un anillo de compromiso brillante y valioso, se separa por una tontería. Como en toda historia (de Hollywood), el error fue tal vez dos simultáneos: él se voló con una filósofa bonita de su escuela, a donde había entrado tardíamente a estudiar, o, tal vez, a ella empezó a gustarle su profesor de Servicio Social, divorciado y mil años mayor que ella, y empezó a jugar con fuego pensando que todo sería solo una travesura escolar, pero no lo fue, porque solo un años después terminó casándose con él, pasando a ser madrastra de sus hijos, algunos de los cuales era mayores que ella.

Al poco tiempo de aquella misa de difuntos sonó mi celular, un número que jamás se activaría; lo había apuntado de forma automática y sin ningún interés. Era Selina. Me citó en uno de esos bares exóticos que están en el periférico De la Juventud, que yo jamás frecuentaba. Ni por aquí me pasó que sería una cita romántica, por supuesto, pero me daba curiosidad qué podría ser. Dicen que donde hubo fuego, ceniza queda, y no es cierto: Queda una indiferencia del tamaño de un desierto, la tensión sexual extinguida por completo, lo cual es un poco triste y muy ecológico.

Yo tenía siete años de viudez y a ella seis meses antes se le había muerto su anciano esposo; ahora estábamos en una mesa elegante, yo pedí un Etiqueta Negra y ella un café capuchino de preparación complicada, genio y figura. Ya no sé ni en qué sueño o en qué realidad me contó que ella estaba perfecta de salud, pero tenía un trastorno (diagnosticado) en el que le era imposible estar sola en las noches. Me dijo: Cuando te vi en el funeral de mi mamá, se me ocurrió una idea, la cual creo que nos conviene a los dos: Vamos a casarnos. El sexo no me importa en lo más mínimo, y supongo que ni a ti, por la edad. Y después de todo tenemos ese pendiente, casarnos, solo que lo haremos cuarenta años después de que nos lo prometimos. Mi hijo vive en México, a él ya nomás lo veo de visita, cuando él viene o cuando yo voy. Tus dos hijos ya hicieron su vida y ahora vives solo. ¿Qué ganarías tu? Vivir conmigo, sin problemas económicos y con alguno que otro viaje que hiciéramos juntos. Dejarías de depender de tu pensión, que supongo solo te alcanza para comer. ¿Qué ganaría yo? No estar sola, ya te dije que es cosa urgente de salud vivir con alguien. Además me casaría con el amor de mi vida, que eres tú, siempre lo fuiste, a pesar de que cada quien siguió su propio camino.

Conociéndola, no me pareció tan extraña la propuesta. Pedí el siguiente whisky, le dije que me diera una semana para resolverle y nos quedamos otra media hora hablando de cosas del barrio, en el cual ya ninguno de los dos vivía. En este momento la semana de plazo todavía no se agota, me he pasado estos días poniendo mi vida en la báscula: por un lado mi valiosa libertad un poco más que demasiado modesta pero alegre, y por el otro aquella antigua ilusión sujeta a los cánones rígidos con los que rige su vida, y otras vidas, mi eterna novia Selina, quien me espera con los brazos abiertos, pero ya dijo que nomás los brazos. Está peliagudo decidir, es difícil saber. Pero en cuanto lo sepa, se los cuento.

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