Por Jaime García Chávez
Porqué no decirlo: me sorprendió gratamente la española Irene Vallejo Moreu con su laureado libro “El infinito en un junco”, en parte por la erudición que muestra, sin pedantería alguna, por el desenfado con el que está escrito y por esa mezcla de exponer temas difíciles y clásicos –empleo esta palabra en sentido amplio– con referencias a obras modernas.
Al lado de los clásicos griegos, uno puede encontrarse en la lectura de pronto una mención pertinente de “El gran Gatsby” o de Clint Eastwood, sin que esto sea puesto con calzador retórico o de referencias certeras a las obras de Proust, García Márquez, Monterroso o Marías. Conjeturo que aquí está el consejo de Italo Calvino: “Para leer los libros clásicos (cuya historia genética aborda Vallejo) hay que establecer desde dónde se les lee. De lo contrario, tanto el libro como el lector se pierden en una nube intemporal. Así pues, el máximo ‘rendimiento’ de la lectura de los clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de la lectura de actualidad”. Por estas veredas se desplazó nuestra autora, y no queda sino aplaudir el esfuerzo, la tarea.
Leí el texto en un tiempo adverso para mi salud y he de decir que, en parte, me sirvió de bálsamo; de paso me recordó a los médicos magos con que abre su monumental historia de los pensadores griegos el sabio Theodor Gompertz. Al final resultó en buena farmacia correr mis ojos sobre las páginas de Vallejo combinadas con tradol, pues en la añeja tradición en la que son figuras emblemáticas Hipócrates y Galeno y que hoy se pierde por el amor al dinero, para mí machacaron en sus enseñanzas que el médico también es filósofo.
El libro de Vallejo te atrapa desde la primera frase: “Misteriosos grupos de hombres a caballo recorren los caminos de Grecia”. Y de ahí corre ligera la lectura que, aparte de tratar con hondura su tema –la suerte de un junco descubierto y cultivado a las orillas del legendario Río Nilo y del hermético Egipto de los faraones– también narra la historia del descubrimiento del libro que llega hasta nuestros días, como poderoso instrumento de ilustración.
Ahí nos enteramos de los Ptolomeos que implantó el macedonio Alejandro en el viejo Egipto que dejaba atrás su esplendor. El gran conquistador, discípulo de Aristóteles, en su alforja siempre cargó un ejemplar de “La Ilíada”, de Homero, el gran fundador, que es uno y muchos a la vez, como el Kapuściński del siglo veinte, que cargaba consigo las historias de Heródoto.
La autora, probablemente sin proponérselo, logró lo que otros buscándolo alcanzan con dificultad: interesar al gran público en la tradición de los clásicos griegos y todas las disciplinas que cultivaron, profundas unas, germinales muchas. Compartirán conmigo que hoy por hoy existe desinterés por los pensadores que estuvieron vigentes hace dos mil quinientos años y que en breve tiempo prácticamente marcaron la agenda de los tiempos, milenios, para decirlo rápido.
Alfred North Whitehead, por ejemplo, afirmó que el pensamiento occidental era sólo una serie de notas a pie de página de Platón, el indiscutible fundador del idealismo. Sea lo que sea de esta polémica, Vallejo parece advertirnos en su obra que “eso hubiera sido imposible sin el libro”, sin su prodigiosa y fecunda invención, la tarea de conservarlos contra todo tipo de impiedades, unas veces políticas, y otras producto de la defensa a muerte de dogmas religiosos, sin faltar la incuria y la pertinaz erosión, natural y biológica, a que se han visto expuestos rollos, páginas, papiros, pergaminos que transitaron por muchos mares y tierras para estar hoy a nuestro alcance, incluso con más facilidad que la que ofrece la tecnología digital, pues hoy es más fácil leer un papiro milenario que un archivo en Adobe de unos cuantos meses de haber sido creado. Así lo narra nuestra autora.
No guardo duda del valor de esta obra, y por eso recomiendo su imperiosa lectura. Por su juventud (nació en 1979), Vallejo dará mucho en el futuro, apenas comienza. Lo muestra la historia que hoy brinda de la invención de un instrumento que nació hace cinco milenios y que nos marcó para siempre. A la par del uso del algodón se descubren las propiedades de un junco, base de un material para plasmar el conocimiento mediante la escritura y prácticamente la apertura del infinito que es el pensamiento. Es la historia sobre la importante mercancía que fue el papiro en la cuenca cultural del Mediterráneo y muchos otros territorios aledaños.
La narración nos lleva a las peripecias del gran conquistador Alejandro y cómo se fraccionó su dominio, que perduró por siglos, en muchas partes, particularmente en Egipto, donde se fundó la mítica Alejandría y su fabulosa biblioteca, con las primigenias librerías y el trabajo artesanal de copiar pliegos en manuscrito, que fueron la base, siglos después, para la preservación de obras que han llegado hasta nuestros días y que así se salvaron del olvido. Aquí están lo mismo las grandes obras de la filosofía, los fragmentos de algunos pensadores que los conocemos por un manojo de frases, como Heráclito; las grandes tragedias y comedias, los libros de historia, y toda una gama de documentos sobre los que hoy se sigue reflexionando con abundancia.
Con alegría se leen las aventuras del pensamiento en las universidades y la desventura de la destrucción, no sólo en la antigüedad, que condenó al fuego no pocas obras, sino en el tiempo contemporáneo mismo, como sucedió con la biblioteca de Sarajevo, a la hora de los nacionalismos absurdos que se prolongaron al escalofriante totalitarismo de la antigua Yugoslavia, que emergió en la posguerra.
En paralelo, y es ineludible en esta historia, cómo surgieron los signos de los alfabetos y cómo prevalecieron unos cuántos, que construyeron lenguajes y propiciaron la alfabetización. Los custodios de todo esto, apoyados en papiros y también en pergaminos, hicieron posible que hoy se hayan ensamblado piezas clave de la cultura, dando cuenta de las disputas por la primacía que podían jugar obras como las que dan tema a la novela “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco, en el cosmos de un convento en manos de benedictinos que reñían, unos, por impedir la risa misma, en contra de otros que la defendían. No es poca cosa: donde hay posibilidad de burlarse de las tiranías y los dictadores, no todo está perdido. En esto, la tradición de los grandes autores como Esquilo, Eurípides, Sófocles y Menandro, juega un papel que es un deleite leer en “El infinito en un junco”.
Tres temas me interesa resaltar de los muchos que nos ofrece este libro, de vastedades intelectuales: la mujer, el bibliotecario y la perspectiva contemporánea. Vallejo rescata la presencia de las mujeres en esta historia en la que sólo se suele apreciar la mano del hombre. Veamos la figura de Penélope, ante su hijo Telémaco, que la manda callar: “Madre –se lee en el primer canto de La Odisea– marcha a tu habitación y cuida de tu trabajo, el telar y la rueca, y vigila que los esclavos cumplan sus tareas. La palabra debe ser cosa de los hombres, de todos, y sobre todo cosa mía, porque yo estoy al mando de este palacio”.
Esto nos habla, indiscutiblemente, de una cultura opresiva, tradicional y patriarcal, que era la única que trascendía a obras como las que se atribuyen a Homero. Imaginamos lo que era ordinario: si el hijo le ordena de esa manera a la paciente esposa del héroe Ulises, figúrese el trato que recibían otras personas. Esto no suele presentarse en las visiones de una Grecia casi perfecta. Obvio que los grandes historiadores contemporáneos sí tocan el tema, hoy candente y a la orden del día.
En este marco, Vallejo no pierde la oportunidad de fijar su postura a favor de la mujer en la cultura, y aprovecha de manera clara el caso de Hipatia, que dedicó su vida al estudio y la enseñanza, renunciando a desposarse como mecanismo para fortalecer y consolidar su independencia. Fue Hipatia una científica, defendió su estatus de mujer ilustrada y fue en los disturbios de Alejandría acusada de bruja y sacrificada de manera brutal. Eran los tiempos en que un cristianismo se iba abriendo paso de manera hegemónica: Cirilo, el probable instigador del crimen de Hipatia, es ahora “santo” de varias iglesias, la católica, infaltable.
Empero fue Safo quien marcó las centurias que sobrevinieron mucho tiempo después a la cultura griega. “Dicen algunos –escribió Safo– que nada es más hermoso sobre la negra tierra que un escuadrón de jinetes, o de infantes o de naves. Pero yo digo que lo más bello es la persona amada”. Para Vallejo, este fragmento que preserva la obra de la poeta de la isla de Lesbos, marcó una frontera a partir de la cual se ha iniciado una revolución mental que tardó siglos en cobrar la fuerza indiscutible que hoy tiene, aparte de apuntalar un indiscutible lema de insumisión que me encanta.
Para Vallejo, Demetrio de Falero, al ser el bibliotecario de Alejandría, es un hombre clave en la custodia del patrimonio cultural y padre del magisterio de una profesión frecuentemente despreciada. Para darnos una idea del volumen, bástenos señalar que informó a su rey, según se nos narra en esta obra, que ya tenían en su poder medio millón de “libros”, es decir, rollos y papiros. En cambio el libro como lo conocemos hasta nuestros días, de páginas numeradas, tiene dos mil años de existencia, y su creador es desconocido, si acaso no es una obra colectiva que pasó por códices, encuadernaciones rudimentarias, que le abrieron el paso al objeto que hoy conocemos y que algunos desean decretarle el “descanse en paz”.
La obra es un grato viaje con estaciones notables en las figuras de la cultura grecolatina, que a ratos parece una historia de las ideas, y a ratos una verdadera narración de cómo se han conservado textos, sin los cuales no somos capaces de imaginar lo que somos en estos días. La parte más apetecible es la egipcia y su fecunda conexión con el mundo griego. El libro de Vallejo es más fascinante cuando nos coloca entre los griegos que cuando brinca al mundo latino. Y es explicable. Los coleccionistas romanos de papiros, rollos, documentos, veían sus bibliotecas llenas de obras de Grecia y muy escasas las propias, y de alguna manera sigue siendo igual en la contemporaneidad.
Una biblioteca hecha del producto del junco se destruyó –Omar así lo ordenó–, y al inicio de nuestro milenio, en el mismo lugar se inauguró otra, abierta al mundo, nos narra con brillantez nuestra autora.
La lectura de “El infinito en un junco” me recordó, página tras página, a Alfonso Reyes y a José Luis Borges. El primero por la alegría con que narraba los muchos papeles que en la cultura griega ocupaba a los juguetones dioses, a los semidioses y a los hombres; el segundo, por ese hermetismo de espejos con que narra lo inasible con gran maestría.
El libro es libertad. “Leer es escuchar música hecha palabra”. En los libros “las utopías esperan días más propicios”, eso es triste pero real. Este que recomiendo, de alguna manera es hijo de la pandemia, por confesión propia de la autora, de su reclusión a la que nos redujo el virus que sacudió el mundo entero. Estas reclusiones pueden tener diversos orígenes, pero cuando encuentra la cultura en los libros, se convierte en instrumento que “amansa la ansiedad”.
Irene Vallejo sienta un precedente porque, a final de cuentas, es una exhortación no al combate militar o contra las tiranías que abundan en el mundo actual. Pienso en Alceo, el lírico griego, cuando nos dice: “Esta nueva ola de viento llega ya, y va a darnos gran trabajo cuando aborde la nave”. Ese viento enérgico, propicio y refrescante está en la obra de Vallejo, y el libro como tal surge con derecho propio, es piloto y timón al que debemos asirnos en la única respuesta que nos queda, en un mundo de oleaje pesado y peligroso: la cultura.
Lean a Irene Vallejo, es esperanzadora, en un mundo que se empeña en la desesperanza, como lo vemos ahora con la agresiva guerra en Ucrania.
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Vallejo, Irene. “El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo”. Penguin Random House, Grupo Editorial Ciruela. México, 2021.