Por Jesús Chávez Marín
Los sábados en la tarde, cuando llegaba de la obra, Manuel ponía la hielera con cervezas y hielo, se sentaba fuera de la casa al aire libre, viendo pasar la gente. También miraba su hijo, quien jugaba en la tierra con sus primos. Le habló:
―Chumel.
―¿Qué pasó, papá?
―Te voy a dar un peso si te das un tiro con Chuy y le ganas. Y dos, si le sacas el mole.
―Pero papá, andamos jugando. Además no me ha hecho nada; tú me enseñaste a que me defendiera en la escuela, pero Chuy es mi primo.
―No seas rajado, ¿a poco le tienes miedo?
Para nada me tenía miedo. Chumel tenía ocho años, yo era un año mayor que él y estaba más alto, pero él era ligero y fuerte, más vago y peleonero.
Entre más se emborrachaba, más necio se ponía Manuel con el muchacho. Quería verlo pelear, lo valiente que era, muy hombre como su padre. Lo fregaba cada rato.
―Órale, m’hijo, no le saque. ¿A poco porque es más grande?, entre más altos son, más recio caen. Si no, voy a pensar que eres culey.
Por mala suerte, me tocó ganarle en la rayuela; fue casualidad, porque él siempre ganaba, era hábil para todo. Pero esa vez le atiné a la lanzada y le partí su trompo en dos, sin querer, uno de encino bien bonito que le había traído de Guadalajara su padrino.
Me dio un empujón contra una barda de piedra, me raspé los brazos y salió sangre. Pero no era suficiente mole, en cuanto me levanté me apaño con un golpe en la cara y, al cruce, con el otro puño. La nariz es escandalosa, mi camisa quedó pintada de rojo. Y así le hubiera seguido, si no llega Pablo, mi hermano, y me aliviana por lo menos a que ya no me siguiera surtiendo.
Cuando terminó el pleito, Manuel se sentía orgulloso de su hijo, qué muchacho tan bueno para los trancazos.
También vio con tristeza que ya nada más quedaban dos cervezas en la hielera. Y como le había dado lo del chivo a su señora, ya no traía ni un centavo para las otras.