Por Hermann Bellinghausen
No bien retroceden las aguas de la pandemia, ya crecen el lenguaje y el clamor de una guerra que sería más global que ninguna e impactaría toda la Tierra. Como siempre, son los gobiernos de las potencias
los que tocan sonoramente los tambores, alistan tropas, barcos, aviones y explosivos teledirigidos. Se llama potencias a las naciones con intereses coloniales en otros países y continentes, invocando sus derechos de poder como el único bien deseable.
La Historia se repite pero no. Una próxima guerra global-mundial no sería como las anteriores. La Guerra Europea pudo ser un atractivo turístico para ciudadanos que visitaban trincheras y campos donde hubo batallas como quien recorre ruinas y selvas o va a la playa. La retórica intoxicada del belicismo dio un salto cualitativo y cuantitativo en 1914, y un siglo después ya no sorprende, con todo lo que aprendimos del Holocausto, Hiroshima y las invasiones en Medio Oriente y Afganistán por las potencias antes y después del 11 de septiembre de 2001.
La red de bombas y dispositivos terminales se extiende por el hemisferio norte en cantidad absurda; una mínima parte de ese arsenal bastaría para aniquilar nuestra especie y muchas otras. Lo sabemos desde el forcejeo entre Estados Unidos y la Unión Soviética por la crisis de los misiles en Cuba. Las tensiones se han recalentado con la provocación recíproca entre Rusia y la OTAN por Ucrania, punto álgido de la frágil detente nuclear. De por sí tenemos las aspiraciones israelíes de obliterar a sus enemigos islámicos, las bravuconadas de Irán y Corea del Norte, las fricciones crónicas entre Pakistán e India, las amenazas de un terrorismo atómico.
Con la proliferación de armas químicas y biológicas, y su capacidad de enfermar y envenenar poblaciones enteras, los escenarios de guerra no convencional se multiplicaron. Es lugar común y falsa aspirina la noción de que llevamos medio siglo en guerra permanente; no deja de haber conflictos armados en cualquier lugar del mundo. Nunca hubo más desplazados. Las guerras que involucran directa o indirectamente a las potencias son peleadas por grupos y ejércitos a nombre de algún dios (sobre todo el judeocristiano y el islámico) o de las ideologías basadas en que millones de personas salen sobrando.
En un planeta inundado de armas (la mercancía más cotizada y la inversión más costosa de los gobiernos) hemos visto y seguiremos viendo despiadadas guerras civiles como en Ruanda, Congo, los Balcanes, Yemen, Etiopía, Irlanda del Norte, Irak, Libia, Siria y un etcétera de vértigo.
En América Latina ya sufrimos desde los años 70 guerras sucias
, desde México hasta Chile y Argentina. En la región nadie quiere ver esos y otros conflictos como colonialismo interno, en particular contra los pueblos originarios a fin de arrebatarles sus territorios. La tradición europea del despojo americano lleva cinco siglos, y se prolonga hoy en la Amazonia brasileña, la Araucanía, las montañas de Colombia y Centroamérica, las selvas y sierras de Mesoamérica, la península de Yucatán y los territorios sagrados de los lakota. Pero ningún país las reconoce como acciones de colonialismo doméstico. Agreguemos las recurrentes conflagraciones encubiertas de baja intensidad, condimentadas si no es que dirigidas por Estados Unidos, la expansión del crimen organizado como temible fuerza beligerante, la paramilitarización, la militarización como causa y efecto.
Para colmo, con el arribo de Donald Trump al gobierno estadunidense y la mutación fascista del partido Republicano, sobre todo tras su salida de la Casa Blanca, crece el fantasma de una nueva guerra civil en el país con más armas poderosas y legales en manos de ciudadanos fanáticos y supremacistas educados en la cotidiana violencia racial, que pronto podrían recuperar el control de la potencia más expansiva y letal de la Historia. Véanse si no los angustiantes despachos de David Brooks en estas páginas desde el vientre de la ballena.
Llevamos tanto tiempo sentados en un polvorín que nos hemos acostumbrado. Las guerras estimulan las ganancias de las potencias y de sus empresarios. Ahora sabemos que también son ganancia los desastres naturales, cuando el planeta ha entrado en una espiral irreversible de calentamiento global. Reconstruir resulta tan lucrativo como destruir.
Ante un escenario tal, a punto de salir de madre en cualquier momento, quedan las bolsas de resistencia y civilización comunitaria (como plantea Raúl Zibechi), sean pueblos originarios, fuerzas pacíficas y progresistas u organizaciones ciudadanas en defensa del territorio y los derechos esenciales de eso humano que cada día pierde batallas en alguna parte, y en ocasiones las gana. Necesitamos el ánimo, el pensamiento y la construcción alternativa de un mundo diferente, más allá del horror y la amenaza estúpida y suicida.