¿Quién manda en los Estados Unidos?

Por John M. Ackerman

— Nos encontramos hoy frente a un peligroso proceso de golpe de estado mediático en los Estados Unidos. Los principales canales de comunicación privados se han erigido como censores de la “verdad histórica” y simultáneamente fungen como jueces electorales. En abierta violación tanto de la libertad de expresión como de la legalidad democrática, los dueños de NBC, CBS, ABC, Twitter y otros medios privados han interrumpido las comunicaciones del Presidente Donald Trump y declarado de manera adelantada la supuesta victoria de Joseph Biden en las elecciones del pasado 3 de noviembre.

El escenario se parece mucho al que vivimos hace un año en Bolivia cuando los poderes fácticos del mundo se alinearon en contra del entonces Presidente Evo Morales. Las mentiras sobre un supuesto fraude divulgadas tanto por la prensa como por organismos internacionales como la Organización de los Estados Americanos generaron las condiciones para la dimisión del líder del Movimiento al Socialismo e incluso podrían haber causado un magnicidio en su contra, si no fuera por la oportuna intervención del Gobierno de México.

La situación actual en los Estados Unidos también es similar a los intentos de imponer como “Presidente legítimo” de Venezuela a Juan Guaidó a principios de 2019. Después de la autoproclamación del diputado golpista en violación de cualquier apariencia de legalidad, también llovió una enorme cantidad de reconocimientos oficiales al “nuevo líder de Venezuela” de parte de una amplia variedad de Jefes de Estado del mundo respaldados por sus medios internacionales correspondientes.

En momentos complicados como el actual es importante abstraerse por un momento de los prejuicios ideológicos y las preferencias personales. La elección de las autoridades de cada país debe seguir estrictamente su legalidad correspondiente, independientemente del poder del dinero y las presiones geopolíticas. Así como rechazamos el intervencionismo de los Estados Unidos en las elecciones de otros países, también debemos rechazar la intervención del poder mediático y financiero global en las elecciones de Washington.

No se trata de defender a Trump, desde luego, y tampoco de dar crédito necesariamente a sus denuncias de irregularidades electorales, sino de dar un ejemplo de respeto al derecho ajeno y a la soberanía nacional. Con su actitud prudente y respetuosa con el proceso electoral norteamericano, el Presidente Andrés Manuel López Obrador cumple cabalmente con el dictado Juarista y una vez más se coloca como uno de los indiscutibles líderes internacionales en materia de institucionalidad democrática.

La Constitución de los Estados Unidos es perfectamente clara con respecto al proceso de elección del Presidente de la República en el país vecino del norte. El Artículo II, sección primera de su Carta Magna, junto con la Enmienda XII, indica que la selección del Presidente no se realiza por medio del voto directo y popular sino por un Colegio Electoral cuyos integrantes son “designados” por cada uno de los congresos estatales.

Si bien el pasado 3 de noviembre se realizó una votación indicativa de preferencias de los ciudadanos en cada entidad federativa, ningún congreso local se ha reunido todavía para designar formalmente a sus “electores” presidenciales.

De acuerdo con la ley, cada estado tiene hasta el 8 de diciembre para nombrar sus electores para que puedan emitir su voto en la sesión del Colegio Electoral que tendrá lugar el 14 de diciembre. Pero la declaración formal del vencedor de la contienda todavía debe esperar hasta la primera semana de enero cuando el congreso federal se reúne para realizar la contabilidad formal de los votos y el pronunciamiento oficial del ganador.

De manera similar a los dos meses que transcurren entre la elección y la calificación de la elección presidencial en el sistema mexicano, este periodo es importante para garantizar la legalidad y la pulcritud del proceso democrático. Permite que los contendientes utilicen las vías jurídicas para denunciar irregularidades e impugnar los resultados iniciales. También abre el espacio para la realización de recuentos en zonas donde la votación haya sido sumamente peleada.

Así debe ser el proceso en cualquier sistema que se considera democrático. En una elección cerrada hay que tener la paciencia para permitir que el sistema constitucional siga su curso, en lugar de intentar imponer un resultado prematuro por medio de cargadas mediáticas y presiones internacionales.

Es muy importante tener claro que la diferencia entre Trump y Biden en varios “estados bisagra” se encuentra hoy en menos de un porciento de la votación. En Georgia la diferencia es de 0.2%, en Nevada de 0.4%, en Arizona de 0.5%, en Pennsylvania de 0.6%, en Michigan de 0.7% y en Wisconsin de 0.7%. Un recuento total de la votación en todos estos estados sería lo más recomendable para garantizar plena certeza en el resultado, tal y como lo exigió López Obrador en las elecciones de 2006.

El mismo Biden fue quien más insistía en la paciencia cuando las cifras favorecían a Trump durante los días inmediatamente posteriores a la elección. Pero una vez que los números se voltearon a su favor, el candidato demócrata cambió radicalmente de tono. Con base en reportes estrictamente mediáticos y en abierta violación del proceso legal, este sábado Biden echó las campanas al vuelo, se declaró vencedor y empezó a recibir docenas de felicitaciones desde el extranjero.

Este triunfalismo anticipado evidencia gran inseguridad de parte del candidato demócrata. Sabe perfectamente bien que la Suprema Corte y los tribunales federales tienen un marcado sesgo a favor de los Republicanos y que el Vice-Presidente en funciones, Mike Pence, es quien presidirá la sesión conjunta del congreso federal en enero que pronunciará formalmente al vencedor. De manera similar a Calderón en 2006, Biden entonces ha elegido tomar la vía de la presión política a las instituciones electorales con el fin de evitar que haya una investigación plena de las denuncias de posibles irregularidades electorales.

Urge una reforma electoral de gran calado en los Estados Unidos para generar una nueva institucionalidad democrática que dé valor pleno al voto popular y evite una crisis constitucional como la que hoy se prepara en Washington. Mientras tanto, la Doctrina Estrada es nuestra mejor guía, a favor de la paz y el pleno respeto entre las naciones.

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