Por Hermann Bellinghausen
— Los encierros y aislamientos de la pandemia pasarán, sin duda. Dejarán el sabor de una experiencia a la que se sobrevivió, no se librarán ni los más arrogantes negacionistas. Su efecto durará años. Ya veremos. El mundo reabrirá cambiado. Un aspecto de interés cultural es qué sucederá con los museos, esos escaparates del arte visual.
Longeva como fue, la Modernidad quedó atrás. La muchedumbre de ismos dio de sí en términos de producción y difusión, devorada sin control por las leyes del mercado. Al menos desde el Renacimiento, el arte fue un lujo de los poderosos, entre el mecenazgo y la adquisición del producto único que devino quintaesencia de la propiedad privada. Reyes, papas y altos nobles, a quienes se sumaron los ricos comerciantes flamencos (distantes predecesores de las colecciones tipo Slim o Jumex) pagaron por la producción artística hasta bien entrado el siglo XX. Si el arte no se varó en patronazgos y colecciones particulares, fue gracias a su promoción de ciertos estados (el México posvanconcelista es un ejemplo notable) y por la pugna de los artistas por desarrollar formas de arte público y de masas. Nuestros muralistas dictaron cátedra quizá como nadie, si bien ellos mismos y su obra de caballete
sucumbieron al mercado y el coleccionismo.
Al escalar esta lógica, se volvieron indispensables becas, concursos y patrocinios selectivos. Antes, el pintor, el grabador, el escultor dependían del abrazo del príncipe. De Van Dyke a Tamayo, el artista florecía (económicamente, al menos) gracias a encargos y adquisiciones. El Dalí-Dollar y la astucia mercantil de Picasso dieron paso al frenesí epatante que llenaría las artes posmodernas de gesticuladores, farsantes y vivales constructores de adefesios tipo Sebastián que hallan siempre la manera de vivir del presupuesto y no en el error.
La masificación del arte vía la reproductibilidad técnica que observara tempranamente Walter Benjamin lo democratizó, sí, pero también lo banalizó. Materia prima de la publicidad, el valor monetario y simbólico del objeto artístico disparó su precio. Encargos, subastas en Christie’s. Una forma de dar salida a tanta obra acumulada fue la proliferación de museos, con una carga pedagógica innegable. México una vez más sirve de ejemplo, aunque la proliferación de museos públicos, y a partir de los años 80 también privados, llegó a un límite de cupo, de costos, de sentido. Ya antes de la pandemia estaban en crisis. En el mundo cundía la pregunta de qué hacer con los museos. El turismo, la masificación, las modas mediáticas y culturales, el narcisismo colectivo, impactaban en los espacios más concurridos de exhibición plástica, al igual que ciertos museos temáticos, históricos o arqueológicos.
Vueltos escenario del autorretrato universal, el arte como fondo de las selfis, los museos comenzaron a parecer superfluos; menos, quizá, los de culto, como la casa de Frida Kahlo, que ofrecen una vivencia presencial intransferible. Con el colapso de museos y galerías por la pandemia se entiende mejor que habían llegado a un callejón sin salida. Montaron una versión virtual de sí mismos para acercar el arte sin salir de casa, o desde la escuela. En años recientes la tecnología venía teniendo virtudes pedagógicas y democratizadoras. La masiva reproducción de Benjamin devino transmisión
, no importa cuán remota.
En un pasaje del crucial ensayo La función histórica de los museos (compilado en Landscapes, Verso, 2016) escrito en los lejanos años 70, John Berger adelanta la hipótesis de un importante curador francés
, la cual sugería que el museo del futuro será mecanizado: los visitantes estarán sentados, inmóviles, asomados a unas cajas y los lienzos desfilarán ante nuestros ojos en una suerte de escalera mecánica
. De este modo, cita Berger, en hora y media, un millar de visitantes podrán ver mil pinturas sin dejar sus asientos
.
La actualidad llegó más lejos. Los dispositivos vuelven prescindible la presencia. Estamos a un clic del Louvre o de Modigliani en Bellas Artes. Pronto resurgirá la necesidad de taquillas, ahora en línea. Así vamos ahora al cine. Las visitas físicas serán restringidas, lentas, enfadosas, o mediante cita. Quizá resuciten las pequeñas galerías, algunas heroicas.
El propio arte ya desafiaba la idea tradicional del museo al volver más importante el proceso de la obra que su resultado, como apuntaba Berger. A fin de siglo proliferaron nuevos situacionismos, instalaciones, performances, provocaciones, impros. El nihilismo de Duchamp ganó de pronto todas las batallas. ¿Qué pasará entonces con los museos? ¿Qué suplirá la emoción de ver en vivo un Caravaggio, un Cézzane, un Brueghel? A los museos que queden, ¿entraremos tras largas filas, acamparemos incluso un día antes, en un mundo donde es más importante la fila de las tortillas?