Por Hermann Bellinghausen
— Demasiado atentos al futuro incierto, hemos mudado nuestras fabulaciones. Hoy se imaginan futuros con un realismo bien documentado y el pasado es la nueva ciencia ficción: ¿cómo pudieron vivir así las gentes? Pronto olvidaremos este impasse del temor prendido de un hilo en lo poco que podemos ver de nosotros mismos. Nos rigen telegramas llegados del porvenir. Ya no hay profecías, sólo pronósticos que tienen la desesperante costumbre de quedarse cortos.
Las artes narrativas (y en cierto grado todas las artes lo son) viran hacia la invención del futuro, frecuentemente inmediato, que pronto nos alcanza. El cine lo ilustra bien. Igual la literatura moderna. El tema del futuro era exótico, extremo y estilizado ya antes de Metrópolis (Fritz Lang, 1927). Pareció cumplirse con La guerra de las galaxias, pero eso no es el porvenir, es un cuento de hadas (variante válida en la ciencia ficción), igual que Dunas y tantas otras, con princesas, reinos y cielos por conquistar, pasiones pueriles o trágicas, tecnología ilimitada y muchas naves espaciales.
Al cine clásico le gustaban las de vaqueros, las de espadazos, las rancheras, los melodramas, la comedia fina y los pastelazos: lo que la gente veía; en lo que se veía. Como en literatura, la ciencia ficción y la anticipación ocupaban un anaquel aparte, entre “policiacas”, “de espionaje” y otros géneros menores.
Quizá son Aldous Huxley y George Orwell quienes canonizan el subgénero “futuro distópico” en la imaginación literaria. La anticipación pierde el optimismo, el futuro se parece al presente más de lo que imaginábamos y es más corto. Ya no será fácil soñar reinos milenarios extragalácticos como ambicionó Doris Lessing con la serie Canopus en argos: Archivos.
Obra cinematográfica mayor, cinta de culto y referente inescapable, Blade Runner establece (como Orwell en 1984) una fecha que ya dejamos atrás. En Alphaville (1965), Jean Luc Godard se erigía como precursor de Blade Runner. Ahora cumplimos años de futuros que ya fueron. Al aparecer la cinta de Ridley Scott en 1982, repunta el decaído culto parroquial por Phillip K. Dick, el novelista excesivo y delirante de Point Reyes que pobló de pesadillas y distopías un género de chapbooks desde los años 60. Paranoico de verdad y muy ligado a la aventura sicodélica, no vivió para conocer el fenómeno Blade Runner, basado en una de sus mejores novelas. Porque también tiene sus peores, es un escritor descuidado, maniático, que frecuentemente mejora en las traducciones. Su exégeta Jonathan Lethem describe su “hipergrafía” casi clínica. A finales del siglo pasado, Lethem vivió en el área de la bahía de San Francisco y escribió con mejor pluma historias en la misma zona que Dick: futuros jodidos y acuciantes, donde la droga es un servicio público, los animales son clonados y las formas de control son eficaces, subliminales o brutales, en novelas inmensamente entretenidas. Futuros donde las cosas funcionan mal, los gobiernos son borrosos, tiranías orwellianas o las dos cosas.
Esta clase de historias nunca son de abundancia. Reinan el hambre, las privaciones, la avaricia, la herrumbre, la ilegalidad violenta y las traiciones. La destrucción ambiental, los desastres permanentes, la pérdida de vida alimentan nuestro pesimismo moderno. Sería interminable una lista de libros, cómics y películas, pero una obra extraordinaria en su parquedad, más Beckett y menos Dick, es digna de mención: el Apocalipsis cumplido de La carretera, de Cormac McCarthy, un relato perfecto, insoportable, en el extremo letal del fin del mundo estadunidense.
La narrativa, la cinematografía, la cultura popular, la música, el diseño gráfico y escénico dedican atención inédita al futurismo. Las noticias de pandemias, cambio climático (deshielos, inundaciones, incendios masivos) nos confirman que todo puede pasar. Podemos creer cualquier cosa. Y no es sólo imaginación, también entrenamiento para lo que viene, lo que ya llegó, lo que se pronosticó científicamente. Hemos aprendido, aunque no lo suficiente, que la ciencia se equivoca menos que los profetas. Y la literatura es una ciencia, la mejor quizá, pues es la única con derecho a decir la verdad con puras mentiras.
Las imágenes de este septiembre de Oakland, San Francisco, Santa Cruz y el norte de California a fuego vivo, en el resplandor rojo de la decadencia ambiental contra un fondo de rascacielos, puentes y carreteras desiertas bañadas en anaranjado impenetrable, amarillo, rojo, entre fogonazos y ruinas, ha llevado a que la secuela de Blade Runner, fechada en 2049, parezca que se adelantó. Circulan videos actuales con la música original de Vangelis sobre Los Ángeles y San Francisco donde el porvenir ya llegó, candente, tóxico, inmovilizador, ominoso.
No es sci-fi ni anticipación lo que la ciencia pronostica: habrá más epidemias y catástrofes ambientales imprevistas. La lucha por la sobrevivencia ahondará las desigualdades. Vamos tan deprisa que no vemos lo viejo que se nos está haciendo el futuro.