Por Jesús Chávez Marín
En la pasada feria del libro participé en una mesa de conferencias y ahora aprovecho para hablarles a las bellas lectoras de Oserí de un amigo que a todas ustedes les encantaría conocer, pues es todo un caballero y de alta educación. Es más, a lo mejor algunas de ustedes ya leyeron alguno de sus libros.
Cuando Gabriel Borunda me invitó a participar en la mesa de comentarios y análisis de la obra literaria de Raúl Manríquez, me dijo muy claro que no me pusiera muy académico, que no le diera vuelo a la hilacha de la teoría literaria y que más bien le hiciera la lucha de que el público no se aburriera.
—Se trata de promover la lectura, de hacerla ligera y atractiva, y no tediosa ni grandilocuente —me dijo, entre severo y muerto de risa, como suele ser su talante cotidiano.
Así que de un plumazo eliminó el refugio de los conceptos técnicos de la narrativa, de la lingüística y de la poética, y me obliga a dar el show a la vez decente y entretenido, de que me integre sin más al nuevo concepto de los actos culturales del siglo 21, el de la cultura del espectáculo. Y lo intenté sinceramente.
Lo que más me ayudó en aquel doble propósito es que soy un testigo muy cercano de la vida literaria de Raúl Manríquez, del nacimiento, el desarrollo y la juvenil madurez de su magnífica obra narrativa, su generoso magisterio como profesor de talleres literarios, editor de revistas y libros, y hasta de su trabajo de maestro y director de uno de los colegios de enseñanza media mejor organizados en nuestra vasta región.
En este momento debo pedirles que me concedan un minuto para los datos duros, una enumeración. Los libros de Manríquez son cinco:
1. Romance de otoño, cuentos, primera edición en 1996, segunda en 2006.
2. Quinteto para un pretérito, en coautoría, donde aparece su único libro de poemas que se llama “La breve luz”.
3. Cuentos para una tarde de ocio, primera edición en 2003, segunda en 2006.
4. La vida a tientas, novela, 2003.
5. Días de septiembre, novela, 2009.
Antes de que apareciera su primer libro, de cuentos, ya había conocido yo algunos de los textos en una revista que se llamaba Voces de tinta, que era el acta vigorosa y alegre de la existencia de un grupo de escritores de ciudad Cuauhtémoc, quienes no escribían relatos costumbristas ni pueblerinos ni vetustas historias de dizque vencedores del desierto, ni cantares del conchos, ni lloriqueos de chantaje ideológico, sino historias sencillas y serenas, muy pulidas y bien escritas de Raúl Manríquez; cuentos desgarradores donde aparecían personajes certeramente tra(u)mados, cuya desgarradora intimidad erizaba la piel, de Leopoldo Zapata; poemas de refinada voz de Dolores Guadarrama, de José Luis Domínguez y de Andrés Espinosa Becerra. No recuerdo haber leído en aquella publicación a Juan Marcelino Ruiz, a lo mejor se me pasó de noche, pero luego habría de leerlo con placer y regocijo, y hasta tuve el privilegio de ser el editor de su primer libro de poemas, que se llama Derrepentes.
Fue grata sorpresa leer aquella revista, llena de vitalidad y amor por la literatura. En pocos años ese grupo, ese árbol vigoroso de poemas y de historias, ha dado frutos vigorosos: libros, escuela literaria, un ambiente cultural que ha trascendido a su región, en fin. Se cumple aquel adagio antiguo de que una golondrina no hace verano, se requieren muchas otras volando para que la naturaleza alcance su vigor completo. Un escritor como Raúl Manríquez no aparece como un acto aislado, sino como parte de un contexto favorable, y sin duda lo tuvo en su grupo de amigos.
Con cariño sereno y constante, Manríquez escribe así los nombres de esos iniciados, en la dedicatoria de uno de sus libros: “Para Juan Marcelino Ruiz, José Luis Domínguez, Andrés Espinosa Becerra, María Dolores Guadarrama y Leopoldo Zapata, con quienes he compartido, por muchos años, el privilegio de mirar el mundo con los ojos de la literatura”.
Esa ha sido una de las constantes en la obra literaria de Manríquez: el uso frecuente y desenfadado de modelos reales en la construcción de los personajes de su escritura narrativa. Incluso utiliza los nombres de los modelos originales, los de José Luis, Marcelino, Dolores, José Moreno, aparecen tal cual, y muchas veces asociados con anécdotas “de la vida real” que luego se convierten en esencia de historias.
El ritmo en la mirada de este autor es reposado y agudo, sensible a la belleza femenina que tantas veces retrata con pocas líneas de nítida visión poética, con cariño, espectáculo que sus personajes la mayoría de las veces miran desde el pasado y desde la ruptura y la desilusión. Es otra de las constantes en los cuatro libros narrativos, esa sensación de pérdida y fatalidad en las relaciones amorosas, que se inicia desde Romance de otoño: “Así la vida nos construye o nos destruye, así he llegado a ser este sujeto extraño, sin esperanzas verdaderas, reñido con el mundo, pero que entiende que a la gente hay que quererla, que basta solo eso”. Luego una frase amargada que aparece en el cuento “Lluvias de abril”, de Cuentos para una tarde de ocio, en el monólogo de uno de los personajes: “Sentí entonces que me libraba del inservible amor que por mucho tiempo me mantuvo atado a su recuerdo”.
Otro ejemplo en La vida a tientas, donde se habla así del personaje principal, José Moreno: “sus relaciones con siempre se desmoronaban en poco tiempo”. O esta escena en Días de septiembre:
Una madrugada Leana, su mujer, esperó despierta a que llegara de sus andanzas habituales.
—Desde ahora, tú tu vida y yo la mía —le dijo ella, señalando las cuatro cajas de cartón en las que, junto a la puerta, le había puesto su ropa y sus objetos personales.
El hecho no le vino por sorpresa. Desde tiempo atrás la relación se tambaleaba.
Una de las secretas corrientes de tensión en el río narrativo de Manríquez, en la fuerza de su literatura, es esa original manera de torcer las historias: el desengaño amoroso se convierte en una forma de buscar horizontes nuevos y la poética de la añoranza se transfigura en un perfume, un ambiente psicológico, una actitud vital. Unas cuantas veces hay uno que otro final feliz, aunque pronto quebrantado por otro cataclismo o por la amenaza mayor en la escritura de Manríquez: el polvo sordo y lento de la rutina y el tedio, que cada narrador de sus relatos anuncia como infierno pavoroso.
En Días de septiembre, la novela más reciente, este autor nuestro que de tantas formas ha sido ejemplar para nosotros, para los que escribimos en Chihuahua, nos dio el año pasado otra de sus lecciones. Realizó una investigación impecable y vasta respecto a un asesinato que en su violencia y terrible crueldad resultó un expresión estridente de la extensa y profunda corrupción del sistema político mexicano en general y del sindicato nacional de los trabajadores de la educación en particular.
Ya no es común que los escritores mexicanos se ocupen en la literatura de los asuntos que a todos afectan. La mayoría de ellos ahora se va por las ramas de la falsa universalidad, sin atreverse a ofender siquiera con el pétalo de un adjetivo a los próceres del presupuesto de ninguna dependencia gubernamental ni de la iniciativa privada. Ya no se dan novelas como La sombra del caudillo o La muerte de Artemio Cruz, que retratan en forma panorámica la vida colectiva en la individualidad de personajes concretos. En lo tiempos que corren nos hemos hundido en un individualismo estetizante y vacío.
A lo más que se llega hoy en día es a tomar las notas rojas del narcotráfico y a intentar una épica de forajidos y judiciales. O como lo hacía, en paz descanse, Víctor Hugo Rascón Banda, que recortaba fragmentos de la página policiaca y al descuido, sin ninguna investigación, pegaba el maquinazo de una obra frívola y de falso simbolismo.
En cambio, La vida a tientas se sustenta en una investigación, un lenguaje, una estructura, y sin dejar de registrar la verdad exacta de los hechos tristemente históricos, se arriesga en la propuesta artística de una novela del destino azaroso de los hombres y las mujeres del siglo.
Por supuesto, hay otros elementos y estrategias en esa máquina de contar historias a las que llamo el sistema narrativo de Manríquez. Por hoy quiero terminar señalando una de sus identidades intelectuales, la de su profesión de ingeniero: precisamente el hacedor de sistemas y procedimientos, el que con soltura maneja números, geometría y palabras.
Cuatro de los escritores que más admiro han sido ingenieros: Fedor Dostoiewski, Jorge Ibarguengoitia y Vicente Leñero. Y por supuesto, Raúl Manríquez.
La nitidez de su escritura, la sencillez de los párrafos, siempre tan difícil de construir, la exactitud de las estructuras narrativas, pertenecen a esa otra de sus disciplinas, la ingeniería. Porque Manríquez no solo es este lector constante y vasto, este amigo generoso y eficiente, ese profesor disciplinado y buen administrador educativo. Su primera licenciatura fue la ingeniería y también el inicio de su fecunda obra cultural.
Me despido pidiéndoles una disculpa por no haberlos entretenido lo suficiente, como me lo ordenó Borunda. Pero también estoy seguro de que hubiera sido muy cretino de mi parte contarles las muchas historias, algunas bastante pesadas y otras hasta picarescas que me ligan a Raúl Manríquez, de quien la vida me regaló el privilegio de su espléndida amistad, y olvidarme de mostrar algunos ángulos de su preciosa obra literaria.
Mayo 2010