Hace algunas semanas, en pleno encierro, repasé pormenores de la llamada “influenza española”, una pandemia atroz que azotó al mundo entero y a nuestro país en 1918, hace más de un siglo.
Pude hacerlo gracias a un excelente trabajo de investigación de las antropólogas Lourdes Márquez Morfín y América Molina del Villar, recogido por la colección SciELO-México, una hemeroteca internacional desarrollada en México por la Dirección General de Bibliotecas de la UNAM. Ellas se basaron en los periódicos capitalinos de la época para elaborar un ensayo sobre aquella tragedia sanitaria. Conocí en esa forma pormenores de los estragos causados por la enfermedad y de las medidas tomadas en nuestra capital para enfrentar a un virus cuya existencia ni siquiera se conocía.
Y también las dificultades que los medios de comunicación tenían para informar cabalmente, primero de la llegada y después de las dimensiones de la pandemia, debido a la ausencia de estadísticas confiables o a la censura ejercida por las autoridades gubernamentales de entonces. Al final, se supo que entre 300 mil y 500 mil mexicanos perecieron en el otoño de 1918.
Me llamaron la atención particularmente los esfuerzos de los reporteros de entonces, cuando apenas despuntaba un nuevo periodismo no ideológico ni militante, por obtener y consignar información confiable. Ante la cerrazón o ignorancia de la autoridad sanitaria, una de las “fuentes” principales de aquellos esforzados informadores eran los directores de los cementerios de la ciudad, que día a día les informaban del número de inhumaciones realizadas en el camposanto a su cargo. O incluso, algunos recurrían directamente a los macabros relatos de los enterradores para tener datos directos del drama cotidiano.
La lectura de aquellas crónicas o notas informativas me hizo reflexionar de nuevo en el trabajo de los reporteros, hoy ante la pandemia de la COVID-19, cuyos efectos han causado según cifras oficiales ya más de 41 mil muertos en nuestro país. Conozco los requerimientos, esfuerzos y peligros que implica ese oficio inigualable, simplemente porque lo ejercí cotidianamente por cuando menos 40 años.
Ser reportero en la pandemia implica, además de los atributos normales que requiere esa actividad, como un insaciable afán de investigar y descubrir la verdad, cierta temeridad para enfrentar los inminentes riesgos del contagio y sus consecuencias, en un país donde cada día hay un promedio de 6 mil nuevos casos confirmados oficialmente.
Durante muchas semanas hemos podido conocer pormenores de la situación que viven médicos, enfermeras y enfermos en los hospitales, y miles de familiares apostados en las inmediaciones de los nosocomios en espera de informes sobre la salud de sus parientes, gracias a las crónicas y entrevistas transmitidos a través de los noticieros de radio y televisión, los portales digitales y los medios impresos. Hemos constatado así dramas conmovedores; pero sobre todo nos hemos concientizado sobre una realidad francamente aterradora.
Pero no solamente la cobertura directa de los centros de atención del coronavirus y de los protagonistas de esas historias, sino en general el trabajo reporteril cotidiano implica dificultades sin precedente durante la pandemia. El solo tener que transportarse y acudir a los sitios donde ocurren los acontecimientos implica ya muchas veces jugarse la vida. Ellos lo asumen todos los días.
Afortunadamente, el desarrollo tecnológico actual permite la realización de entrevistas y conferencias de prensa de manera virtual, por Internet o telefónicamente, lo que disminuye obviamente el riego de contagio de los periodistas o los propios funcionarios, aunque se persiste en la necia celebración de comparecencias físicas ante los representantes de los medios, como ocurre todos los días en las “mañaneras” presidenciales o en el informe oficial de la Secretaría de Salud sobre la evolución de la pandemia.
Por lo demás, la cobertura periodística habitual sobre diversos ámbitos informativos, tiene que seguir. Y sigue. Lo mismo información sobre accidentes o hechos de sangre que acerca de obras públicas, medidas gubernamentales, movilizaciones sociales, eventos deportivos o culturales o investigaciones científicas. El día a día noticioso, que hoy implica modalidades y exigencias muy diferentes. Y también riesgos.
La heroicidad demostrada por los médicos y en general el personal de salud no tiene por supuesto parangón ni medida. Ellos merecen todo el reconocimiento de la sociedad. Punto y aparte, sin embargo, me parece que no hay una valoración cabal del trabajo de los periodistas en estas condiciones. Muchos reporteros se han contagiado en diversas partes del país y hay ya casos de defunciones.
Y por el contrario: a menudo a los periodistas se les estigmatiza o se les descalifica desde el poder, como de manera infame ha ocurrido en las peroratas que emanan del púlpito presidencial de Palacio Nacional.
Me parece de elemental justicia reconocer los esfuerzos y la valentía de esos colegas con cubrebocas, enamorados de su profesión, que no escatiman peligros incluso para su vida para la realización de una labor que es transcendente para la sociedad. Démosles al menos el respaldo de nuestro respeto y nuestra consideración por su esfuerzo. Válgame.
@fopinchetti