Tiempos estúpidos

Por Hermann Bellinghausen

— Uno de los misterios más insondables de la mente humana es la estupidez. Todos podemos ser estúpidos, o actuar estúpidamente, llegado el momento, pero uno de sus rasgos más graves reside en el empecinamiento; el estúpido no da su brazo a torcer con facilidad, si lo hiciera dejaría de serlo. En su conferencia Sobre la estupidez (Viena, 1937), Robert Musil explora los posibles antídotos y concluye que el último y más importante remedio es la modestia. Con frecuencia es pedir demasiado, toda vez que la vanidad es el abono de los estúpidos, que tienen la perturbadora inclinación a dar por estúpidos a los demás.

No debemos confundir tontería con estupidez. Si bien Juan de Mairena advierte que la tontería del hombre es inagotable, un tonto más bien es alguien con limitación objetiva en el raciocinio y el manejo de sus emociones. El lenguaje incluyente hoy lo define como persona con capacidades diferentes, y bajo tal etiqueta queda suficientemente acotado como para que nos importen sus acciones u opiniones. En cambio los estúpidos pueden ser muy listos, incluso inteligentes. La estupidez es un estado, no una condición. Convengamos en que no es una falta de la inteligencia, sino su fracaso.

El fenomenólogo neerlandés Roland Breeur apunta que, como otros novelistas (Cervantes, Flaubert, Proust, Mann) Musil la narró a fondo, en particular en El hombre sin atributos. La edición española de Sobre la estupidez (Abada Editores, Madrid, 2007) concatena el ensayo de Breeur La estupidez trascendental, la conferencia de Musil y la conferencia con el mismo título de Johann Erdmann (Berlín, 1866). El conjunto hace una lectura esclarecedora y cabría decir que urgente.

Peca de obvio señalar que las actuales redes sociales son aterradoramente fértiles para una estupidez contagiosa, pandémica, individual o colectiva. Sin considerarlas, Breeur es agudo al apuntar el peso de la opinión, esa coraza impermeable que cubre al verdaderamente estúpido: bueno, esa es mi opinión. Como si fuera un designio de los dioses, algo que no se puede alterar. Mi opinión me domina, me exime de probar nada, hasta la doy por información. Igual ocurre con las supersticiones: prevalecen, no importa si los hechos las contradicen una y otra vez.

Musil habla en vísperas de la anexión de Austria a la Alemania nazi. Su lenguaje es elíptico, mas la cautela no le impide sugerir los estragos de la estupidez generalizada que pocos meses después lo orillaría al exilio. La estupidez puede suplantar a la inteligencia, parecer eficiente sin serlo a la larga. En tiempos de inseguridad personal, se acentuarán en el concepto de inteligencia, la astucia, la violencia y la agilidad corporal.

Componentes básicos de la estupidez son la proclividad al insulto, la denigración del otro y la crueldad. Erdmann estudia la praxis de la estupidez con ejemplos de su tiempo; hoy los ejemplos son tan abundantes que no halla uno por cuál empezar. En un mundo humano que da muestras de colapso, el máximo líder político del gran imperio exhibe un abrumador muestrario de estupideces no sólo funcionales, sino convincentes para millones de individuos. Musil respiraba una atmósfera de peligro equivalente en 1937, al hablar de una imitación social de defectos mentales que puede llegar a ser constitutiva, o, dicho en términos clínicos, incurable. Musil recuerda haber escrito antes: No existe pensamiento significativo alguno que la estupidez no sepa utilizar.

La víctima central de la estupidez es la verdad. Volviendo a Mairena, la verdad del hombre empieza donde acaba su propia tontería. Lo mismo ven Musil y Breeur. Marcel Proust dedica largos y deliciosos pasajes a la estupidez de Mme. Verdurin, Oddete, Cottard (aquel gran imbécil era un gran cirujano) y el pedante Brichot. Lo mismo vale para La montaña mágica. La estupidez consiste en una especie de convincente sentido común, por insensato que sea.

Quizás hay que añadir a lo dicho por estos autores (y a Gilles Deleuze, que también explora el asunto en una tradición que viene de Descartes y Kant) a los fanatismos, muy potentes en los años de Musil, y muy extendidos ahora. Se es fanático de un equipo, un cantante, una iglesia o un político sin que suene peyorativo, aunque en ocasiones se bordee la estupidez flagrante.

Los sabios parecen preferir escribir sobre la sabiduría, lamenta Musil. Concedamos que allí hay cierta melancolía. Como dice el Andrei Rublev de Tarkovsky (1966), el que incrementa la sabiduría incrementa la tristeza. La realidad siempre termina derrotando a los estúpidos: un consuelo más bien precario.

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