Por Ernesto Camou Healy
— Este domingo 8 de marzo es el día mundial de las mujeres. Y el día siguiente, para desconcierto de muchos, experimentaremos una jornada sin ellas. Se dice fácil, pero para toda la sociedad y muchos hogares, pasar 24 horas sin su diligencia y eficacia, sin su presencia amable, no va a ser fácil.
Vengo de una línea genealógica de mujeres fuertes. La tía más anciana con la que conviví fue doña Esperanza G. Noriega, hermana de mi bisabuelo, el Dr. Noriega con nombre de calle. Había nacido en la sexta década del siglo XIX y en mi niñez la veía recorrer a sus noventa y tantos años apoyada en su asistente y un bastón, las seis cuadras desde su caserón hasta la casa de mi bisabuela, en El Centenario, a tomar un refresco y departir con sus sobrinas y su cuñada, doña Dolores V. Escalante de Noriega, que presidía con dignidad y buen humor aquellas tardes en las que la porción femenina de la familia se enteraba de las eventualidades de la vida, los problemas y los dilemas que surgían en el día a día y las soluciones ingeniosas y muchas veces festivas que proponían, mientras los chiquillos dábamos lata en el patio de aquella casa impregnada de energía, delicada y eficaz a la vez.
Mi abuela paterna, doña Amelia Araiza de Camou, originaria de Tubutama, nunca paraba quieta: iba a misa de madrugada y al volver preparaba unos desayunos abundantes y tentadores. Ella hacía las tortillas, de agua y de manteca, en su estufa de leña. Mucho le costó a mi padre convencerla de cocinar con gas; cada vez que intentaba persuadirla ella le pedía que, la siguiente vez que fuera al rancho, le trajera unas cargas de leña.
Por su comedor desfilábamos los nietos atraídos por su cariño y sus recetas: sus hot cakes con tocino, huevos estrellados o revueltos con verdura o chorizo, los frijoles refritos con tortillas de manteca, el café con leche y el pan “de huevo” nos dejaban en modo “digestión” por lapsos no cortos.
Tenía un vivero en el patio de su casa. Su capacidad para reproducir plantas y flores era legendaria: aquel recinto era una selva ordenada y esplendorosa. Cada retoño encontraba un lugar adecuado o una latita llena de tierra para arraigarlo. Cada tanto tiempo sacaba a la banqueta multitud de plantas de ornato o frutales que no tenían lugar en su jardín, para que las vecinas, o cualquier paseante pudiera aprovecharlas.
Por el lado de mi madre, mi abuela doña Laura G. Noriega era un factor aglutinador de familia y amigos. Durante más de 40 años recibió todos los días a mediodía, a hijos, nietos, sobrinos y sobrinas, amigos y amigas, a tomar un refresco, o una copita de jerez. Su sonrisa siempre amable, y su regocijo por cualquier puntada, de niño o adulto, era proverbial. Disfrutaba la vida y cuando se iba de viaje, con familia o amigas, su compañía era entretenida y divertida: siempre alegre, siempre dispuesta, siempre sonriente…
Mi madre perdió a su única hermana en la adolescencia, pero tuvo una pila de primas Noriega, todas ocurrentes, simpáticas y afectuosas; junto con mi mamá, siempre atenta y tranquila, siempre observando y aprendiendo, ellas nos lidiaron de pequeños y algunas siguen en el empeño. Difícil olvidar a la tía Silvia, cuñada de mi madre y una fuerza de la naturaleza, que sigue cercana y pendiente de hijos, nietos, sobrinos y allegados; siempre sonriente y obsequiando cercanía.
Siguiendo este sendero de féminas fuertes, me animé a buscar mi nicho particular de lozanía femenina, ese hogar que comparto con mi compañera y dos hijas que me complementan, corrigen, vivifican…
Con tantas mujeres animosas aprendí usos y costumbres, me dieron vida y también identidad; si me hubieran faltado y se hubieran ausentado, no sería parte de sus historias y no habría podido configurar la mía: yo simplemente no sería yo…