Por Ernesto Camou Healy
— Estos últimos meses han sido demasiado complicados y plenos de noticias, rumores y eventos de tono más bien desquiciante: Es difícil mantener la vertical cuando nos bombardean continuamente, y sin misericordia, no sólo con lo que sucede, sino también con interpretaciones de lo ocurrido de lo más disímbolas y desequilibrantes. Una cosa es lo que pasó, y muy otra lo que se divulga en las redes sociales, en algunos medios televisivos o impresos, y también resulta complicado digerir muchas opiniones y pensares (es un decir…) de gente cercana que no se preocupa por tener diáfana la información y ya se apresura a condenar, emitir juicios arteros o a regodearse con lo que califica “un error más” del Gobierno en turno.
La ola de feminicidios, incluidos los horrorosos episodios de Ingrid y la niña Fátima, parece agudizarse y sólo tratar de comprender los hechos ya nos hace nudos el estómago, cerebro y corazón. Los asaltos que se multiplican en las ciudades y en algunas zonas rurales nos traen con el Jesús en la boca, y no sabemos si el siguiente le puede tocar a un conocido. En las familias y los círculos de amigos resulta también espinoso el diálogo: Hablar del Gobierno o del rumbo del País, es entrar a un berenjenal laberíntico y sin mucha salida previsible. No sólo hay una polarización en corrillos que antes gozaban de acuerdos y cierta homogeneidad, sino que con demasiada frecuencia se pasa de la opinión a la agresión, se utilizan datos falsos o mentiras aceptadas quizá candorosamente, para agredir y para ensanchar una brecha que antes no era aparente.
Y no se trata de una crítica que puede ser bienvenida y enriquecedora, sino con harta frecuencia hay regodeos crédulos o mal intencionados con los que califican una supuesta trastada, error o presunto abuso del Gobierno, o sus funcionarios. Les ocasiona más regocijo constatarlo que preocupación por el daño que se podría causar si la acción fuera verdadera.
Por otra parte, el panorama internacional no parece tampoco demasiado alentador: El Trump va que vuela hacia la reelección, con lo que tendremos que soportar el permanente atentado a la estética que implica su figura omnipresente en los medios y noticieros, y su irrespeto perpetuo a la verdad, que está haciendo escuela en muchas partes del mundo; Bolsonaro aflora como un imitador sucio y deslucido de los fascistas europeos del siglo pasado, sólo que aún mas ridículo que aquellos. Estremece sospechar que muchos comentaristas y criticones nacionales preferirían un Gobierno similar al brasileño o al gringo estilo Donald, que el que tenemos, que fue electo con un voto cuantioso; también sobrecoge el nivel de muchas intervenciones: Si bien hay críticas constructivas, el esfuerzo de muchos parece orientarse a crear incertidumbre, propalar falsedades y lograr un clima de inquietud política, económica y social, para debilitar al Gobierno actual y tornarlo más aquiescente con sus intereses, no del todo lícitos.
Estamos en una de esas coyunturas en las que debe uno encontrar razones para la esperanza, sosegarse y cargar las pilas, tanto las del corazón como las del intelecto (que son las mismas, no es trabajo doble). Tenemos la responsabilidad de seguir participando, como ciudadanos y como seres pensantes y sensibles en una situación en la que, sobre todo, se está minando continuamente la esperanza. Se nos quiere negar la confianza de lograr una vida mejor, más ordenada y menos violenta; la posibilidad de convivir así sea efímeramente con quien se nos cruza en la calle, el camión o el sendero, sin suspicacias ni sospechas; queremos poder salir al mundo y tener la alegría de disfrutarlo, con los que amamos. Urge cargar las pilas de la esperanza, encontrar el lado positivo en nuestras vidas, en lo que nos rodea, en el trabajo, la familia y el barrio. Y seguir criticando, pero desde la búsqueda de una buena vida, nuestra y compartida.