Mocosos malcriados

Por Francisco Ortiz Pinchetti

—Lo hicieron de nuevo. Vestidos de negro y embozados, armados con piedras, varillas o botes de pintura en aerosol, protegidos por una sospechosa impunidad, los vándalos que se hacen llamar “anarquistas” infiltraron el miércoles pasado la marcha del 51 aniversario de los hechos del 2 de Octubre en Tlatelolco y vandalizaron el Centro Histórico de la Capital.

Otra vez.

En abierto desafío a la autoridad, se pitorrearon de las advertencias y los consejos presidenciales, rompieron cristales, patearon anuncios, destrozaron puertas, lanzaron piedras, quemaron cohetones, pintarrajearon edificios, prendieron fuegos en diversos puntos del trayecto y agredieron a policías y periodistas.

El Cinturón de Paz, ocurrencia de Claudia Sheibaum Pardo, no sólo resultó una ridiculez de la que se burlaron los encapuchados, sino que el Gobierno de la Ciudad de México puso de manera irresponsable en riesgo a centenares de burócratas, a quienes se obligó a portar camisetas blancas y formar una valla para impedir desmanes durante la marcha sin ninguna protección. Fracasó.

Y no hubo un solo detenido.

Igual que en la protesta de mujeres contra los feminicidios o a favor del aborto o la conmemoración a cinco años de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, los vándalos actuaron con absoluta libertad y acabaron por opacar y desvirtuar el sentido de la manifestación por los acontecimientos del 68. Otra vez, la nota y la foto fueron los disturbios, no el acto en sí ni el mensaje de los convocantes a la movilización, cuyo mitin final se diluyó entre el sobresalto y la incertidumbre.

Los afanes presidenciales de no acudir a la represión “nunca más”, se convierte en los hechos en conductas permisivas y solapadoras para quienes violan flagrantemente la ley y vulneran derechos de terceros en las narices de contingentes policiacos que miran pero no actúan, a pesar de sufrir ellos mismos las agresiones físicas de los delincuentes. ¿Y el Estado de Derecho?

Patético mirar los monumentos forrados y los edificios tapiados para evitar que sean vandalizados por esos rufianes misteriosos. Patético verlos pintarrajear con spray las camisetas de los pobres empleados públicos aterrados, muchos de los cuales optaron por romper filas, retirarse la prenda para evitar ser identificados y refugiarse detrás de los uniformados. Patético el consuelo de la Jefa de Gobierno que aseguró que esta vez los daños causados por los niños mal portados fueron menores.

Resulta inverosímil que los revoltosos no sean identificados por la autoridad ni se sepa de dónde provienen sus apoyos (la pintura en aerosol no es nada barata, por ejemplo). Sobre todo cuando el propio Presidente presumió que los encapuchados, a quienes llamó provocadores que echan a perder los movimientos de quienes se manifiestan pacíficamente, “ahora que no hay espionaje tenemos más información que antes, quienes más nos informan son las personas, la gente es la que nos ayuda” para saber quiénes son.

Entonces, ¿por qué no se actúa contra ellos? ¿Por qué no se les detiene en flagrancia, sin que ello implique ninguna forma de abuso de la fuerza, maltrato o represión? ¿Por qué no se les identifica y se revelan los hilos que los mueven, los nombres de sus patrocinadores?

Nadie sabe, nadie supo.

El Gobierno se escuda para no actuar en la Ley Nacional de Uso de la Fuerza Pública que indica que antes de hacer cualquier uso de armas o detención, se debe pasar por los cinco niveles de uso de la fuerza: presencia de la autoridad, persuasión o disuasión verbal, reducción física de movimientos, utilización de armas incapacitantes y utilización de armas de fuego.

Resulta sin embargo falaz ese argumento, en tratándose de sujetos revoltosos que no portan armas de fuego sino que emplean si acaso piedras o varillas para atemorizar a los manifestantes y provocar a la autoridad. Utilizar la idea de “nunca más una represión” para dejar de actuar en defensa de la ciudadanía viene a ser así un ardid demagógico y mentiroso. Otro.

Igual que las afirmaciones presidenciales en el sentido de que usar la fuerza no es la opción para resolver problemas que se originan por la falta de libertad y de justicia. “Estamos en una etapa nueva en la que el uso de la fuerza ha quedado relegado”, dice el mandatario. “Nosotros queremos una sociedad en paz, sin violencia, sin usar la fuerza”.

Los encapuchados, en cambio, sí pueden usarla.

Me parece que las cosas se confunden y que eso no es casual. Por lo demás, no están nada claros los objetivos de los jóvenes vándalos. Parecieron pretender desacreditar o inhibir la protesta ciudadana al desvirtuarla y convertirla ocasión de desorden, violencia y destrucción. Tampoco está claro a quién benefician sus ataques, aunque se les trata de identificar con corrientes políticas “conservadoras”, opositoras al actual Gobierno. Pudiera ser todo lo contrario.

Lo bueno es que, por lo pronto, a esos mocosos malcriados ya los va a acusar el Presidente con sus mamás. Y ya verán. Válgame.

@fopinchetti

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