Por Jesús Chávez Marín
—En breves palabras, el maestro Jesús de Nazareth dio esta lección inolvidable: ámense los unos a las otras, dijo, las unas a los otros, amen al prójimo como se aman a sí mismos.
Veinte siglos después contemplamos los valles, montañas, ríos de nuestra tierra, donde habitan hombres, mujeres y animales, y el espectáculo a veces parece terrible: humo, basura, guerras, un fabuloso charco de oro estancado en propiedad absoluta de unos cuantos locos imprudentes y mucha gente muriendo de hambre en la periferia de las ciudades. Este colosal desamparo no fue generado por el amor, por supuesto, sino por la desdicha.
Para nuestra fortuna, existe también el otro hemisferio de la luna del destino: a nuestro lado viven también los artistas que empeñan su pasión y su existencia en crearnos lugares hermosos para vivir, palabras nuevas donde hallaremos formas de expresión para el amor y para la buena suerte; médicos cuya ciencia salva la vida y sana a los hijos; maestras que presentan todos los días en la escuela cifras y palabras.
Hay una cantidad casi infinita de criaturas, edificios y máquinas, fulgor del mundo. Fueron creadas por gente laboriosa y así seguimos construyendo todos los días con la paciencia del trabajo los objetos y las ciudades donde habrán de vivir los seres humanos. Son los frutos del alto amor que nos enseñaron los mayores, con talento y nobleza.
Y es que el amor requiere talento. Hay que aprenderlo. Hay que educarnos para amar. No es tan natural como pudiera parecer, requiere el artificio, la técnica, el arte con el que fueron forjados las pirámides mayores, los templos, los monumentos, las computadoras de la vigésima generación.
No se vale improvisar. El amor hemos de cultivarlo como un campo venturoso, con disciplina y pasión. No se trata de esperar y que algún día nos llegue como encantamiento.
No creo en los amores platónicos, los que nos hacen sufrir en carne viva la ausencia de la persona a quien amamos en secreto, en silencio, sin palabras, sin hacer nada por alcanzarlo: así amamos de lejos a nadie y nos creamos una mentira a quien le ponemos rostro y medidas 90-60-90 de la mujer a la que no alcanzaremos por ineficientes, por cobardes y por nuestra pereza mental que no se decide a usar la imaginación.
Quienes se han esforzado por aprender el delicado mecanismo de la seducción, leyeron una tonelada de libros, para empezar. Respiraron con ritmo, meditaron, pensaron. El arte de seducción es un mar de imágenes, nadie puede saberlo todo. Pero los tercos tuvieron siempre viva la curiosidad y la capacidad para inventar formas, veredas y planes que conducían a la presencia de su amor.
En libros he leído que los más efectivos objetos de seducción son los sencillos, los clásicos: las flores, el vino, el aceite de olivo para ungir los pies de quien se ama; la ternura serena en la que el ser humano reposa; la lealtad firme que no asfixia la libertad propia ni la de la pareja; el respeto cotidiano por la vida, profesión, pensamientos, ideas y costumbres de otros; el contacto y el gozo de la naturaleza, los árboles, los atardeceres, el perfume de las flores y de los cuerpos y, sobre todo, la libertad compartida y personal de dos enamorados.
En las obras famosas de la literatura pareciera que los protagonistas más notables son los amores fracasados. Y leemos historias cargadas de ansiedad y tragedia: Calisto y Melibea murieron; también Romeo y Julieta; en La insoportable levedad del ser, los celos pudrieron de rencor los corazones; en El amor en los tiempos del cólera el amor se cumplió ochenta años después de un barco cuya bandera era una señal de muerte. Nos hicieron estética la derrota del amor.
Pero yo sé que en la vida real muchos somos protagonistas en un infinito mar de amores esplendorosos que jamás se conocieron en público. Y que por eso el mundo no se nos ha marchitado en las manos a pesar de todo.
Abril de 1994