Ana o el miedo

Por Guadalupe Ángeles Huizard

—Era necesario un cambio. Ella lo sabía. No quería ser una vieja pordiosera. Sentía lástima de esos viejos miserables que enfermaban sin remedio, sin esperanza. Y todo por una deplorable distribución de la riqueza. Esos viejos miserables hubieran sido otra cosa si vivieran en otro país; el suyo había sido como el amante joven de un viejo millonario que cae en desgracia, o que simplemente decidió que no necesitaba tener un amante joven; así, simplemente el amante fue abandonado y era tan joven como inútil y consentido, nunca aprendió a trabajar, a administrar, a cuidar lo que tenía.

Daba pena ver a su país, engañado, o quizá no era tan simple. Uno imagina que tal vez algo muy oscuro, insoportable, se oculta tras esa realidad tan extraña: los vendedores huyen de los consumidores, los mercados son tristes lugares llenos de polvo cuando ese lugar tiene mar y tierras de posibles cultivos de considerable extensión.

Ante todo ello no quedaba otro camino: Irse.

Ella lo hizo, sin embargo, su corazón veía el mundo, vivía en él pero nunca dejó su tierra. Lo suyo no era la melancolía del desterrado. Lo suyo era un miedo indómito, indestructible.

¿Cuántos caminos le quedaban por recorrer? Quizá demasiados, quizá ninguno. La respuesta estaba en su corazón pequeño, o tan grande que en él cabían países enteros, todas las basuras del primer mundo desfilaban en sus sueños, todos los mares frecuentados por hombres viejos estaban en su pensamiento, todos los mares con olor a ron, los mares ricos, los mares pobres, ésos donde un par de enamorados pueden dar la espalda a la desgracia, entretenidos en besarse solos bajo el cielo, dueños del mundo en ese beso bajo el sol. Ahí, en uno de esos mares, ella bien podría haber sido la que logra construirse una vida cuyo lema es: “Soy una X y los cuatro puntos cardinales acarician cada una de mis extremidades. Soy la rosa de los vientos y mi cabello es de brisa, mi cuerpo de aire contundente, ése, que inflama las velas de barcos, beben de mi voz los huracanes, bajo los párpados y ese gesto basta para inundar ciudades enteras.”

Pudiera ser que existiese un hombre viejo en algún lugar que viniera a encarcelarla en su corazón o pudiera ser que su corazón cautivo, comido a diario por una madre enferma, guardara un prudente silencio y permaneciera a un lado de esa madre enferma de mundo, ahíta en su megalomanía de universos.

Ser hija de una madre de acero, o de una madre de papel de arroz, ¿eso marca la diferencia? Quizá, son diferentes miedos, son certezas que comparten cuarto, es la fragilidad humana vestida de fiesta o de harapos. O quizá su miedo no era a la muerte, sino a la soledad, a no mirar ese mar en la hora de la muerte, a ser sorprendida por la crueldad del asesino justo a la hora de cantar y bailar a dioses capaces de comer tu corazón entero.

¿Tú qué hubieras hechos? ¿De qué tamaño es tu anhelo, en qué moneda tasas tu esperanza? Ella tuvo miedo, volvió quizá con la ilusión de ver morir a su madre feliz; tal vez, luego de esparcir sus cenizas entre la espuma del mar amado, ella pudiera buscarse otra vida, en otra parte, tal vez.

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