Por Guadalupe Ángeles
—Tenía que estar lejos de casa para poder escribir. Por eso se inventaba amantes fantasmas en ciudades lejanas, por eso porfiaba en visitar cada rincón del mundo que no hubiera conocido. Y hacía eso con innumerables sacrificios. No le sobraba el dinero pero ya nadie dependía de él. Con la esposa muerta y los hijos casados, su única preocupación era mantenerse firme en su empleo y calcular dónde y cuándo tendría lugar la próxima cita con ése que no era y sí era.
Cualquier combinación no radical que hubiera imaginado, nunca le funcionó: hospedarse en hoteles de la misma ciudad donde vivía. Ajustarse a horarios infames en cafés que no cerraban nunca. Nada. Todo lo escrito en esas circunstancias no servía para nada. Le era necesario pactar una cita consigo mismo lejos. Y el fingimiento iniciaba desde que tomaba el taxi hacia el aeropuerto pues se inventaba ocupaciones y nombres que sólo en su imaginación existían, y podía establecer diálogos con los taxistas como si fuera un experto taxidermista o un hijo de diplomático viajando de incógnito.
Terminó con este sistema un par de novelas, y si bien era cierto que seguían en espera de dictamen en varias editoriales, también era cierto que las trabajó hasta el límite de sus posibilidades, desarrolló el instinto necesario para saber cuándo soltar un texto, antes de ser destrozado por él. Comprendió a tiempo que con las novelas, como con los hijos, llega un momento en que ya no es posible corregirles nada y es ése el momento en que es necesario dejarlos ir. Estén como estén. Seres vivos al fin. Tendrán que aprender a defenderse solos. No hay puntos intermedios. La lógica así lo exige. Y so pena de enloquecer, es necesario aceptar ese principio.
Él, por su parte, descubrió ese sistema tras la frase de un personaje femenino que la dejó caer en una escena de una película vista años atrás: “Me iré a Rusia para respirar su aire y escribir sobre el viento que agita las ramas de sus árboles”. De modo que él conoció a los personajes de sus novelas cuando llegaban, en medio del insomnio, a contarle sus vidas en habitaciones de hoteles lejos de su casa. Todo lo que le rodeaba, cubierto por el halo de lo cotidiano, le alejaba de esa almendra de su vida: La escritura. Fue ese hombre que cruzó por el silencio de sus noches en una playa desierta, fue su voz, plena de inflexiones no conocidas, la que le dio la pauta para construir una tragedia que fue el punto de partida de su primera novela: ¿Puede un hombre renunciar a todo a cambio de mirar, todos los días, cómo el sol se oculta cada tarde, tragado por el mar? ¿Qué puede querer en realidad un hombre así? Todos los lazos que sostienen la vida de los hombres que caminan por las ciudades todos los días, son, muchas veces, imposibles de romper, tan enmarañados pueden estar, tan apretadamente unidos a la piel del hombre que pueda llegar a sentirse perdido sin esa presión. Tal vez. Esa fue la hipótesis de su novela. Una obra con final abierto, y precisamente, quizá, en ese final, ahí, residía su encanto. Claro, si pensamos la novela como un espejo donde el lector, cualquier lector pueda mirarse desde todos los ángulos posibles.
Y en su arte, en su escritura, palpitaba en él esa vida que, de otro modo, se hubiese tornado hueca, vacía.
Pero la vida, a la que él consideraba la mejor novelista, pues siempre se le ocurrían toda clase de argumentos, por más inesperados que fueran, tuvo para él un plan que más pareció una mala broma: Recién instalado en un hotel modesto de una ciudad más bien árida, sin motivo alguno se desprendió un coágulo de sangre que fue a dar en el lugar menos oportuno de su cerebro y tuvo que ser devuelto como un paquete a sus hijos, pues, al menos aparentemente, se perdió el contacto entre él y la realidad, fueron dañadas en su cerebro las conexiones necesarias para el funcionamiento normal del habla, y si bien es cierto que abría los ojos y podía apretar las manos que sus manos apretaban, nunca pudo saberse si reconocía a quienes le hablaban con ternura o violencia, transformado en un hombre desprovisto de la capacidad de comunicarse y de caminar, pues también sufrió una parálisis de todo el lado izquierdo de su cuerpo, imposibilitado así, hubo de terminar sus días sin que nadie supiera, ni los médicos ni quienes lo amaban y cuidaban de él como de una extraña planta de ornato, si era capaz de comprender las palabras a él dirigidas, muerta también su capacidad de escribir debido a la parálisis progresiva, imparable que lo iba transformado en eso que nadie sabía bien nombrar ya, qué fuera. Y en medio de todo ello, no fue importante para nadie un sobre que llegó a su casa con el membrete de una editorial, ya no era necesario conocer su contenido. Muerto él, ¿era eso una muerte parcial?, muerto entonces él, parcialmente, ¿era necesario que viviera su novela otra vida distinta, una vida no inédita?