Por Jesús Chávez Marín
Los visitantes de la Sierra Tarahumara quedan impresionados para siempre por la imponente belleza de su paisaje, el frío despiadado en el invierno más oscuro, la dignidad serena de los indígenas y también la pobreza material de su vida, acechada desde el siglo 17 por la codicia sucesiva de mineros, madereros, comerciantes, fotógrafos, políticos, narcotraficantes y promotores de turismo que vinieron a este lugar de montañas, abismos y planicies a imponer por la fuerza y por la invasión de una cultura agresiva y ajena, un idioma distinto y el desorden de unas ideas superficiales sostenidas solamente por el sueño de una riqueza fabulosa.
A lo largo de cuatro siglos esa tierra se fue poblando de historias, algunas tan crueles como el código violento de los asesinatos naturales que restablecen la honra y recuperan con la venganza el equilibrio social en comunidades neuróticas y aisladas. Otras son de heroísmo y nobleza, comunican serenidad y alegría de la vida que imaginamos como destino, donde los personajes vencen las adversidades con la claridad de las ideas, la constancia saludable del trabajo y el amor.
Podemos asomarnos a la sierra Tarahumara por medio de algún viaje que incluya largas caminatas y conversaciones donde voces y relatos nos deleiten con recuerdos y con sueños colectivos.
También podemos asomarnos por medio de algunos libros, que por cierto no abundan los que tratan de la Sierra Tarahumara, cuya extensa región y larga historia siguen a la sombra del misterio y la ignorancia.
El libro que hoy se presenta, escrito por César Francisco Pacheco Loya y editado bellamente por el Instituto Chihuahuense de la Cultura, será sin duda uno de los textos más deleitosos para conocer algunas de las historias de la sierra de Chihuahua. Inscrito en el género de novela de no ficción, esta obra tiene la estructura de un libro de memorias, el tono de un relato de ritmo cinematográfico, con habilidad para retratar paisajes y ambientes, para recrear el habla y las voces auténticas en los diálogos de los personajes y para reflexionar sobre los hechos que se narran, manteniendo un lenguaje sobrio, de gran efectividad.
El autor relata un año en la vida de un joven médico que en 1972 se fue a vivir a Guachochi, lugar donde habrá de cumplir su servicio social y a iniciar su vida profesional. Al inicio aparece un personaje ocupado en preparativos y pensando en sus nuevas responsabilidades, su hija recién nacida y su hijo primogénito que recientemente había cumplido tres años. A pesar su juventud, es un hombre precavido y cuidadoso: en su jeep, perfectamente equipado para el camino escabroso y el clima inclemente del invierno en la sierra a principios de enero, carga víveres, medicamentos, equipo quirúrgico y las herramientas que pudieran hacer falta en un viaje difícil. A las cinco de la mañana del siguiente día, inició su camino.
Por esos días habían sucedido aquellos tres asaltos bancarios simultáneos en la ciudad de Chihuahua, así que los caminos y carreteras estaba erizados de retenes militares. Hacía poco que había salido por la carretera a Cuauhtémoc, cuando un grupo de soldados lo obligó a detenerse:
Irremediablemente llegué hasta el sitio en donde me marcaban el alto; en cuanto frené el vehículo, dos militares se acercaron apuntándome con fusiles y con extrema agresividad me ordenaron con voz tonante:
—¡Bájate con las manos en alto o te apeamos a culatazos!
Sin chistar obedecí y después me exigieron a gritos:
—Pon las manos sobre el cofre del vehículo y no vayas a hacer ningún movimiento en falso porque te tronamos.
El joven doctor no había tenido tiempo de enterarse de los asaltos que traían tan nerviosos a los soldados, ocupado en esos días con el nacimiento de su hija y los preparativos para su residencia médica, así que no se esperaba aquel encuentro con gente armada. Tuvo que enfrentar el acoso de varios retenes, de los cuales solo pudo salir bien librado con su nombramiento oficial del Instituto Nacional Indigenista, documento que luego de un diálogo a gritos y malas razones, los soldados leían con dificultad. Luego de horas de camino, lo detiene otro grupo:
Un individuo de piel blanca, aunque enrojecida por el frío, me preguntó:
—¿Quién eres tú?
Sin responderle saqué de una de las bolsas exteriores de la chamarra el sobre que contenía mi oficio de presentación y extendí mi brazo para entregárselo.
Callado y con su gesto endurecido lo tomó en sus manos; pero a pesar de hacer sus mejores esfuerzos no logró su objetivo. Evidenciando su aterradora ignorancia le ordenó a su segundo:
—A ver, Gulmaro, qué chingaos dice este papel que me acaba de intregar este cabrón.
Después de una lectura propia de un niño de segundo de primaria, le dijo:
—Va pa’ Guachochi a prestar un servicio.
El jefe, pasando su mano sobre la cacha de la pistola en señal de que dejaba clara su autoridad, me preguntó con voz gutural:
—¿Qué clase de servicio vas a prestar tan lejos?
Sin moverme del lugar en que me encontraba, le respondí:
—Soy médico. Voy a cumplir mi servicio social.
Con ingenio irónico, el autor le da un contrapunto burlón a su relato tan dramático, llamando al piquete de soldados casi analfabetos “guardianes del orden y la razón”.
Tan accidentado inicio solo es el presagio de aquella aventura vital. Pasa por San Javier, su pueblo natal, donde saluda a sus tíos y a sus primos, quienes pensaron que andaba de guerrillero y que había logrado escapar. Pasa con ellos la noche, refugiado en el ambiente cálido y alegre de la familia, y al día siguiente muy temprano sigue su camino, a pesar de que una lluvia tenía signos de convertirse en tormenta de nieve:
A las siete de la mañana continué mi solitario camino por brechas aún más descuidadas que las recorridas el día anterior. El frío intenso formó una capa de hielo en la superficie de la brecha por la que transitaba, los deslizamientos del jeep eran frecuentes y en muchos trayectos sumamente peligrosos.
A las diez de la mañana, al cruzar el río Balleza, comienza a nevar fuerte, pero nada detiene la determinación del viajero:
Con la esperanza de llegar temprano a Guachochi, continué avanzando por un sendero que a veces se perdía en el espesor de la nieve. Piedras y hoyos quedaban ocultos por el blanco velo que la tormenta acumulaba en la cordillera, muy probablemente desde la noche anterior. El desconocimiento del terreno y mi inexperiencia para afrontar tan aciagas condiciones originaron que golpeara el jeep cada metro que avanzaba. En la planicie, que si mal no recuerdo es conocida como Mesa de Agostadero, una de las llantas delanteras cayó en un hoyo y los estruendos que se produjeron evidenciaron que el vehículo había sufrido un daño considerable. Cuando bajé a revisar el desperfecto me di cuenta que el muelle maestro derecho se había quebrado, la flecha delantera se salió de su ensamble con la transmisión y la rueda se encontraba atorada entre la defensa y en chasis.
Como no pasaba ni un alma, el joven se prepara con valentía a pasar la noche más larga de su vida. Toma su hacha y corta leña de un pino derribado quizá por un rayo a veinte metros del jeep, con habilidad prende una fogata mientras escucha a lo lejos el zumbido del viento en la tormenta y muy cercano el aullido de dos manadas de lobos, desde dos orillas distintas. La acción es narrada con tanta habilidad que el lector siente angustia por aquel hombre de veinticuatro años de edad, en la soledad oscura y helada.
Dos días después el hombre pudo llegar a Guachochi. A la mañana siguiente inició con energía sus actividades de médico, en un medio de recursos escasos donde muchas veces se acostumbraba esperar la muerte de los pacientes graves, cuando no había manera de trasladarlos en avioneta hacia hospitales de Chihuahua. Pero el recién llegado nunca se conformó con aquel destino fatal: con inteligencia y empeño se enfrentaba a la adversidad y al dolor hasta vencerlos y conseguir que su ciencia y su trabajo forjaran un oficio hábil y apasionado, sus manos se acostumbraron a lograr prodigios con toda naturalidad, todos los días, en un medio donde la higiene no formaba parte de la cultura cotidiana y la pobreza y la desnutrición causan estragos.
Con igual habilidad narrativa, el autor relata las peripecias del doctor, de sus escasos ayudantes y de sus muchos pacientes.
A los pocos días de llegar, mandó traer a su familia y desde entonces su joven esposa fue la más cercana de sus colaboradoras, compañera natural y entusiasta de todos los empeños y los viajes por lugares lejanos de la sierra, en los alrededores de la cínica de Guachochi, donde tenía su plaza.
A los pocos días de llegar, le había tocado organizar sin previo aviso el apoyo médico para el Séptimo Congreso de los Pueblos Tarahumares. Se esperaba que al congreso habría de llegar Luis Echeverría, presidente de la república, así que los dos hoteles del poblado se llenaron de políticos, funcionarios del gobierno; también locutores y camarógrafos de televisión que llegaron en grandes camiones equipados con antenas, que muy pronto agotaron la comida disponible. También se esperaba la llegada de cincomil indígenas que muy mal se refugiaron de la nieve en una plaza rodeada de pinos. Todo eso representaba un problema médico serio, que se había esperado sin precauciones. El recién llegado paso noches sin dormir, atendiendo a pacientes con la respiración destrozada por el frío.
Como esa historia, en el libro se cuentan muchas otras en un ambiente narrativo que a veces llega a ser delirante.
A pesar de que el texto se mantiene el estricto realismo, los hechos a veces son tan extremos que parece una novela de fantasía. Como cuando el doctor se vio obligado por las circunstancias a utilizar equipo de anestesia que venía de los tiempos de la primera guerra mundial y que había estado arrumbado en una bodega; o el niño de un internado que murió de anemia literalmente vampirizado por los piojos mientras el maestro que estaba a cargo se rascaba la cabeza en un gesto de resignada fatalidad; la mujer que casi se muere en un parto múltiple ante la indiferencia molesta de sus hermanos, cinco gigantes indolentes, y su furiosa tía; el médico arrebatado, colaborador del personaje principal, que muere en una carretera enmedio de un incendio de paja y gasolina.
En su relato, que alcanza muchas significaciones y simbolismos con solo narrar con naturalidad las acciones y los diálogos, el autor jamás se ocupa de aplicar juicios ni de dar lecciones simples, ni morales ni políticas. Sin embargo la novela entera, a cada página, es una lección de profunda humanidad y traza una silueta bien pensada del destino, el amor, la vida y la muerte. En el texto hay también pasajes de buen humor, de una ironía ingeniosa y fina, de la que ya dimos una sola muestra. Al narrar, el texto refleja también los pensamientos de un escritor habituado a reflexionar, a pensar y recordar. Hay un pasaje donde se cuenta la costumbre de muchos indígenas que se resisten a acudir a los médicos y a las clínicas, hasta que lo avanzado de su enfermedad los obliga a emprender febriles caminatas en busca tardía de auxilio. La secuencia relata que uno de ellos no alcanzó a llegar, y murió a medio camino acompañado de su familia:
Junto al lugar en que la muerte había vencido a aquel miserable, una mujer lloraba en silencio; sus hijos pequeños aterrorizados por el llanto de su madre se aferraban con sus manitas a las amplias enaguas. Tal parecía que los chiquitines entendían que la materia inerte que formaba el cuerpo de quien había sido su padre ya pertenecía a otra dimensión, inalcanzable para ellos.
Novela de aventuras, novela de ideas, autobiografía estricta y testimonio atento de los hechos, este libro resulta una grata sorpresa de lectura por su texto tan ágil y ameno, su punto de vista muy firme, fincado en el narrador personaje que al contar los hechos con su visión de médico, mezcla de joven idealista de veinticuatro años en el presente del relato, el tiempo de la acción, y de pensador y humanista profundo en el tiempo de la escritura y la memoria, logra una visión original, una coloración y un tono que enfoca ángulos de la realidad que solo pueden ser posibles en el arte de esta novela, en la textura de su prosa, en los diálogos de sus personajes y en la expresión narrativa que el buen oficio de César Francisco Pacheco Loya ha conseguido.
Espero que estos comentarios hayan logrado el impulso de leer este libro que, sin duda, habrán de disfrutar mucho, donde habrán de hallar varios niveles de lectura como suele suceder con los buenos libros. En sus páginas tendrán ustedes un inolvidable encuentro, tal como lo tuvo el personaje de esta novela. Conocerán muchas expresiones del dolor, pobreza, furia, muerte, y también la dignidad del trabajo, valentía y honradez de quienes aprenden a pensar, a viajar, a sonreír y a enfrentar las adversidades de la existencia.
Pachecho Loya, César Francisco: Encuentro con un medio desconocido. Editorial del Instituto Chihuahuense de la Cultura, México, 2002.
Junio 2002.