Por Francisco Ortiz Pinchetti
En nuestro gremio periodístico es frecuente hablar de “la suerte del reportero” como un factor a menudo determinante para la obtención de alguna información valiosa para nuestro trabajo. En mi caso personal, debo decir que efectivamente fue gracias a esa buena ventura que conseguí culminar investigaciones importantes, como mis reportajes sobre las casas de políticos famosos y sus familiares, entre otros. El fotógrafo Juan Miranda –con el que trabajé numerosos asuntos para la revista Proceso–, y yo, solíamos hablar de los “angelitos” que de pronto se nos aparecían para abrirnos una puerta, darnos una orientación valiosa o hacernos una descripción pormenorizada de algún hecho o lugar.
Francisco Daniel es otro buen fotógrafo con el que conviví muchos años y pasé muchas vicisitudes en ese semanario a través de los años. Le llamamos El Danny, Danny Boy. Había venido con el grupo encabezado por Julio Scherer García desde Excélsior, y pronto se ganó el afecto de todos, ocurrente como es.
A raíz del homenaje a Vicente Leñero en su décimo aniversario luctuoso, el pasado 3 de diciembre, el Danny me recordó nuestro viaje a Sinaloa en 1989 para realizar un reportaje sobre las propiedades del narcotraficante Miguel Ángel Félix Gallardo que acababa de ser detenido, (el 8 de abril ese año), en Guadalajara luego de muchos años de impunidad.
Su captura, en una mansión que tenía en la capital jalisciense, obedeció más que a sus andanzas en el negocio de las drogas a la presión de Estados Unidos por la tortura y el asesinato en febrero de 1985 del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena Salazar y el piloto mexicano Alfredo Zavala Avelar, que a él se le imputaban. (Tras un larguísimo proceso, fue sentenciado a 40 años de cárcel por trasiego de drogas y acopio de armas y a otros 33 por el crimen del agente estadunidense y el aviador. Hoy, sumamente enfermo y con 78 años de edad, goza de prisión domiciliaria).
Félix Gallardo (nacido en enero de 1946 en una comunidad cercana a Culiacán) fue el fundador, junto con Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca, Don Neto, del Cártel de Guadalajara. En sus años de apogeo llegó a ser el narcotraficante más importe y poderoso de México. Su fortuna llegó a evaluarse en los 500 millones de dólares. Tenía más de 200 propiedades, entre casas, ranchos, hoteles, terrenos. Y se ganó, ni más ni menos, el mote de “Jefe de jefes”.
Les platico que apenas se supo de su detención, el Danny y yo recibimos la orden de viajar a Sinaloa, estado gobernado entonces por Francisco Labastida Ochoa, donde por cierto todos los mandos policiacos y unos 70 policías de Culiacán habían sido desarmados y retenidos por el Ejército –al mando del comandante en ese momento de la Novena Zona Militar en ese momento, Jesús Gutiérrez Rebollo–, para evitar cualquier filtración sobre el operativo preparado para la captura.
Apenas llegamos a Culiacán nos pusimos en contacto con la corresponsal de Proceso en aquella entidad, Luz Aída Salomón. Con ella fuimos primero al rancho que el capo tenía en las goteras de la capital sinaloense, Bellavista. Aun no estaba intervenida por las autoridades y pudimos acceder sin problema. En mi texto describiría que la casona se apreciaba “con el césped impecable y las sábanas esperando al dueño que nunca más volvería”. Recuerdo en particular un oleo de San Miguel Arcángel, –santo patrono de Culiacán por cierto, y del propio Miguel Ángel Félix Gallardo–, pintado por el José de Jesús Parra, que firmaba como Parrech.
Nuestro segundo y principal objetivo era una casa de playa que el capo tenía en el hermoso puerto camaronero de Altata, frente al Mar de Cortés, de la que todos sabían la identidad de su propietario. En esa casa se reunió Félix Gallardo con el capo colombiano Gonzalo Rodríguez Gacha, El Mexicano. La reunión, se supo, había sido una fiesta “con música de mariachis, tambora, bebidas, viandas y mujeres”, como las que a menudo organizaba ahí el socio de Caro Quintero.
En ese convivio de camaradas, El Mexicano y Félix Gallardo pactaron el paso de la cocaína colombiana por México hacia Estados Unidos. El acuerdo era sencillo: los hombres de Rodríguez Gacha pondrían la droga en México y los hombres del “Jefe de jefes” se encargarían de introducirla al mercado estadunidense, a cambio de una comisión equivalente al 30 por ciento sobre el precio de venta.
Millones de dólares, pues.
En el auto de nuestra colega reportera viajamos la propia Luz Aida, el Danny y yo a Altata, distante unos 62 kilómetros de Culiacán. Como muchos sinaloenses, ella conocía la ubicación de la propiedad. Era vox pópuli, como se dice. Ignorábamos sin embargo si la casa estaba vacía o había alguien en ella, guardias por ejemplo. El riesgo era serio, por tratarse de quien era el dueño, con lo posibilidad de que alguien pudiera en cualquier sorprendernos husmeando en la propiedad.
Luz Aida y yo simulamos ser una pareja de turistas que daba un paseo a la vera de la alargada playa, mientras el fotógrafo permanecía a distancia, en espera de indicaciones. Cuando libramos una pequeña barda de no más de medio metro y entramos al cuidado jardín que rodeaba a la mansión, donde había una piscina, pudimos percatarnos que la casa estaba sola y cerrada con llave. Y llamamos a Danny. Los tres tratamos de mirar hacia el interior por los ventanales para poder tener idea de su interior. De pronto el fotógrafo se dirigió a la puerta de entrada con el aplomo de quien llega a su propia casa, sacó su llavero, introdujo una llave escogida al azar en la cerradura… ¡y abrió!
Atónitos los tres –con el corazón palpitándome aceleradamente en mi caso–, entramos a la lujosa villa. Observamos una gran estancia con amplios ventanales que miraban al mar. En otro espacio adyacente había una mesa de billar cubierta de un paño verde impecable, con sus 15 bolas de “pool” numeradas, su bola de tiro blanca y los tacos en su estante fijado a la pared junto al marcador de puntuación. Luego vimos una amplia cocina y contamos cuatro, cinco habitaciones, con varios baños. Todo estaba en orden, como si en ese momento fueran a llegar sus habitantes. Danny se dio vuelo tomando fotos.
Las circunstancias y el obvio riesgo hicieron que tuviéramos prisa en largarnos. El Danny dice no recordarlo, y de hecho lo niega al advertir que habría sido muy peligroso hacerlo, pero yo estoy cierto de haber tomado una bola del billar, la número 8, de color negro, que le llevé a Vicente Leñero para su “museo del horror”, una gran vitrina colocada frente a su escritorio y el de Carlos Marín en el pasillo que conducía al archivo fotográfico (a cargo de mi hijo Francisco José Ortiz Pardo, que luego se convirtió en reportero) y al área de formación, en la parte trasera del segundo piso del casa de Proceso de Fresas 13.
Creo que podría constatarse si la bola está ahí, en caso de haberse conservado ese armario (en el que había por ejemplo un pedazo del fuselaje del avión DC-10 de Western Airlines que se estrelló en el Aeropuerto de la Ciudad de México en octubre de 1979, aportada por Manolo Robles; una varilla retorcida de un edificio que se desplomó en el temblor del 85, una máquina de escribir de la Sala de Prensa de la Cámara de Diputados de San Lázaro achicharrada en el incendio de del 6 de mayo de 1989, cortesía Gerardo Galarza, o un ejemplar de Proceso abierto en la doble página en que aparecía un reportaje mío sobre la situación económica en el Perú, previo a las elecciones presidenciales del año 1990 en ese país andino, en el que marqué con un plumín 23 erratas –si, 23–, perpetradas contra mi texto).
Hace un par de días, cuando Francisco Daniel y yo recordábamos aquella aventura, el fotógrafo hoy retirado me confió que esa llave que abrió la puerta de la casa de Félix Gallardo en Altata, era la llave del cuarto oscuro de fotografía de nuestra revista… Suerte de reportero. Válgame.
@fopinchetti