La cultura como deber del Estado

Por Hermann Bellinghausen

—El Estado paternalista y abarcador es una tradición fuerte en México. Pasados los desasosiegos de la Independencia, las invasiones extranjeras y la Reforma, se consolidó con una larga dictadura, y tras el mayúsculo desasosiego que fue la Revolución, los generales vencedores fundaron un Estado y un partido que hasta cierto punto terminaron en 2000. Por más que los gobiernos del ciclo salinista (1988-2018) se esforzaron en vender, rentar o concesionar al capital privado internacional y nacional (éste creció espectacularmente en el periodo) recursos, instituciones, finanzas y territorios, y por más que hicieron de México un paraíso para los inversionistas, hubo renglones de los que no se pudieron deshacer, aunque intentaron (educación, cultura, salud), y conservaron aquellos que garantizaban jugosos contratos (la obra pública es un ejemplo supremo de corrupción estatal; el saqueo fiscal y material de Pemex sería otro).

Nos acostumbramos a su cinismo. Todavía en 2012 la gente votó por un candidato con esposa de telenovela y lagunas intelectuales casi tan severas como las de Vicente Fox, a cambio de fugaces tarjetas de despensa para determinados supermercados y otras golosinas baratas. En 2018, una votación histórica dio el triunfo al opositor histórico de aquel ciclo neoliberal. Con un discurso nacionalista, no de izquierda, lo que tenemos en 2019 es el gobierno más unipersonal en décadas. El presidencialismo no ha muerto. Fue la opción que el electorado tuvo, y eso es el Estado hoy.

La educación y la cultura nunca quedaron fuera del rango estatal. Los tecnócratas, por llamar de algún modo a estos gobernantes vacíos de formación humanística, entregados a los medios masivos de comunicación y a los lineamientos económicos y geopolíticos de Washington, no se desembarazaron de la gestión de la cultura, antes bien, dentro de su tamañito presupuestal comparada con los grandes rubros de inversión, no la abandonaron. Al final, de manera apresurada e incompleta, los últimos priístas erigieron una Secretaría de Cultura sin identidad ni rango propios, insuficientemente reglamentada. Parecía más un proyecto del especialista en la materia Rafael Tovar y de Teresa que del régimen de Enrique Peña Nieto. Tovar venía del salinismo, fue arquitecto de buena parte de los sistemas, fondos, programas y consejos que caracterizaron la gestión cultural del gobierno federal y mal que bien los estatales.

Se perfiló también una guerra contra la educación pública. De arriba para abajo, empezó con los itamitas y las expansivas universidades y los bachilleratos privados desplazando a la educación superior pública. Pronto avanzaron contra la básica. Fue así como los hombres de negocios enriquecidos por vender televisión basura, comida basura, o convertir territorios en basura, empujaron el asalto final. La resistencia magisterial y una multitud de eventos locales lo impidieron, del mismo modo que la huelga estudiantil de 1999-2000 en la UNAM impidió que la educación superior dejara de ser gratuita.

La red de sistemas de la institución cultural (que evolucionó de Consejo a Secretaría) abarcó territorios muy diversos. Por un lado prohijó deliberadamente una suerte de aristocracia de artistas y académicos, con becas y estímulos varios, acceso a los espacios del poder cultural y promoción garantizada de su obra. Esto generó un conformismo formal entre los elegidos que los hizo tan famosos o prósperos como irrelevantes para los nuevos tiempos. Pero eso no fue todo, y sería tramposo ignorarlo. Un número considerable de proyectos independientes, algunos de alta calidad, innovadores, inteligentes, obtuvieron respaldo, a veces vital, del Estado. Ediciones de libros y revistas, traducciones, exposiciones, proyectos plásticos, teatrales, literarios, fotográficos, musicales, lograban pasar el cedazo de convocatorias, jurados e intereses de grupo, y se concretaban con resultados. Un caso particular es el cine. Con sus altas y bajas, se mantiene la calidad, novedad y brillantez de la escuela mexicana de cine. El Estado nunca se desentendió presupuestalmente, al contrario, y con el tiempo aprendió a no entrometerse: los conatos de censura sólo engordaban la taquilla. Hoy, también el cine está en la incertidumbre. El gobierno da erráticos tijeretazos y comete burradas (véase el affaire Luz del Mundo en Bellas Artes) no muy diferentes de las de sus predecesores.

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