Fatalidad del fracaso

Por Lilia Cisneros Luján

—Al igual que las campañas para remediar el impacto del fuego que nos dicen que es menos costoso prevenir que apagar un incendio -eso sin contar lo que cuesta la propaganda contratada como forma de negociación con los medios- ¿porque no se hace lo mismo con los malandrines? Si atendemos las estadísticas poca tranquilidad logramos frente a las decenas de muertos –calcinados, rafagueados, acuchillados- aun cuando nos aseguren la disminución de estos comparativamente con años anteriores y menos aun si se nos muestra el aumento de los secuestros, el terrible avance de los robos –en casa habitación, vía pública, negocios y auto-partes. ¿Quien mueve todo esto? ¿Cómo es posible que los cuerpos de seguridad no hagan algo para prevenir que estos bandidos nos conviertan en víctimas?

Pocas dudas existen sobre la efectividad de la campaña, que revisa el estado de intoxicación de conductores, a los que se aplica un arresto administrativo para evitar un accidente mortal ¿Por qué no se hace algo similar con los vándalos, que entran a propiedades ajenas, destruyendo edificaciones y monumentos? ¿No sería menos costoso controlar a los compradores de robado que intentar pescar in fraganti a tanto maleante?

Frente a la extorsión, el cobro de piso, los linchamientos y la supuesta corrupción generalizada de cualquiera que trabaje en el sector público, las escasas buenas noticias –policías a los que se premia por su valor, sistemas educativos marciales, recuperación de joyas robadas en iglesias o centros antropológicos-  se perciben más como distractores que como auténtico camino hacia una mejora de la convivencia social. ¿Cómo afecta el saber que su vida vale menos que un celular? ¿De que sirve reflexionar en lo negativo del comercio exacerbado, si los más beneficiados son los vendedores de lo robado? ¿Para que gastamos el dinero de erario en cámaras y centros de vigilancia si a los rateros no se les presenta ante la autoridad investigadora porque: “son menores, indigentes o lo hurtado es de poca monta”?

Cuando yo empecé a trabajar a principios de la década de los 60, las principales distracciones venían de los compañeros de trabajo que siempre traían alguna novedad que platicar, desde el partido de fútbol de la noche anterior hasta el último chisme de oficina, el teléfono y cualquier medio escrito desde el periódico, incluso alguna novela que podían llevar al centro de trabajo. En el mundo moderno del siglo XXI que nos pone muchos más factores que nos distraen, nos deshumanizan y consideran ínfimo el valor que tenemos como humanos ¿Por qué se da mayor valor a un testimonio ante micrófono que a la demanda judicial? ¿Qué legislación sería conveniente para que un pueblo –sabio o safio; urbano o aldeano- camine realmente hacia la superación y la igualdad en el éxito y no en la pobreza? ¿Entienden los pueblerinos y rústicos el significado de las posibilidades y los límites de la tecnología, los embates casi selváticos de ignorantes ajenos al significado de ética, beneficio colectivo, respeto al otro y productividad para todos?

Frente a una mayoría, aun cuando sea relativa, de gente que con todo y sus títulos universitarios sigue manejándose como los naturales de una aldea, que solo bajaban a la ciudad para vender sus cosechas, es difícil imaginar un grupo de personas concentradas que por cuestiones personales se ausenten de sus responsabilidades. La pérdida e incluso la disminución en la tarea que se asigna a un equipo de trabajo, tiene que ver con ausencia de vivencias, lentitud en la actividad mental y hasta un léxico limitado. ¿Se puede exigir al miembro del equipo de trabajo resultados satisfactorios si ante tareas difíciles carece de interés o estimulación? ¿Qué ocurre cuando hay voluntad débil, agotamiento físico –por edad o problemas para la administración del tiempo- y hasta lagunas académicas respecto de contenidos elementales de la función que se realiza?

Sin que sea cierto que solo los aldeanos se inclinen a la distracción, sobre todo cuando están disfrutando de un ambiente cómodo -como sería la titularidad de una secretaría de estado- sí es verdad que el desconocimiento de las técnicas del trabajo encomendado convierte a algunos titulares en patanes, de ideas estrechas, cerradas y toscas como suele suceder con la mayoría de los pueblerinos incultos. ¿Además de las características subjetivas de quienes cometen torpeza en el ámbito de su desempeño, hay elementos objetivos que expliquen, no necesariamente justifiquen, el cúmulo de fallas en el desempeño?

La sobre-saturación de tareas, la incapacidad para comprender documentos y la forma tediosa de dar indicaciones de parte del líder se traducen en: sentimientos de impotencia, decisión de abandonar la tarea –renunciar- crítica permanente –incluso mediante el ridículo- a los colaboradores y los competidores y por ende pésima distribución del tiempo que siempre estará desfasado y ocupado en tareas no trascendentes haciendo prevalecer un entorno caótico.

El campesino rústico que compró un celular robado se mantendrá inmerso en la revisión de las redes, la urgencia de contestar su e-mail, la risa sin contenido que le producen los memes, la atención de cuestiones no programadas y muchas otras cosas que no impliquen una tremenda necesidad intelectual. Eso es normal para quien coloca tabiques, atiende un puesto ambulante o acude de manera pasiva a una sesión de padres de familia siempre y cuando no se le pida desempeñe una función complicada; pero trasladar estas actitudes a cualquier miembro de un poder judicial, legislativo o ejecutivo, con perfil de aldeano significa la fatalidad del fracaso. ¿Será por eso que mucho emprendedores en corto tiempo cierran sus empresas? ¿Sirve el aval de muchos –por aclamación o en las urnas- para aminorar las consecuencias catastróficas del desempeño de algunos funcionarios públicos pueblerinos?

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