Bellinghausen: Fuimos piratas

Por Hermann Bellinghausen

Dos películas recientísimas (una compitió por el Óscar este año) nos han arrojado a una nostalgia, una cosa vintage, por algo que para las actuales generaciones jóvenes no pasa de brumosa experiencia del siglo pasado, uf, una ingenuidad tecnológica de sus padres y abuelos. Ambos largometrajes chistosamente con títulos en inglés pero habladas respectivamente en italiano y japonés: Mixed by Erry (Sydney Sabila, 2023, Italia) y Perfect Days (Wim Wenders, 2023, Japón-Alemania). Uno cuenta una historia paradigmática y real de cierto fenómeno cuasi contracultural de hace cuatro décadas; el otro, una pastoral contemporánea sobre ruedas, entre retretes y lavabos.

Enrico Frattasio, Erry, chico tímido del vivaz barrio napolitano de Forcella, a mediados de los años 70 del siglo XX soñaba con ser diyéi, ya entonces un oficio para enamorados de la música. Lo era en su cabeza nada más, hasta que apareció en el mundo una pequeña maravilla tecnológica. El caset, o audiocaset, estrecha cinta magnetofónica que corría entre dos carretes contenidos en una pequeña cajita de plástico a veces transparente. Por primera vez desde el inicio de la era de la reproducción técnica del arte, la música grabada devino asequible y democratizó la copia, la puso en manos de cualquiera.

Las gentes jóvenes del mundo pronto pudimos obtener, a precios accesibles y hasta populares, los aditamentos del liberador artefacto. Grabadoras integradas o enchufadas a tornamesas, radios y reproductoras de otros casetes permitían copiar, duplicar, robar, o como se diga, los sonidos. Al aparecer, las grabadoras pequeñas y los reproductores ambulantes (el walkman originario y sus dos pilas AA), adicionados con audífonos, la relación de la audiencia con la música se transformó radicalmente. Paseabas a pie, ibas en el carro, la bici, el camión, en clase ¡oyendo tu música! La música se volvió portátil. Y en esos años se grababa tanta, y tan buena. Hasta la menos comercial podía registrarse en un caset, incluso la propia. De ahí los primeros demos al alcance de bandas y solistas principiantes.

También para la palabra hablada. Nuevo y utilísimo recurso de reporteros, investigadores sociales y hasta espías. Uno compraba las cajitas en cualquier tienda. Paquetes de 10. Los holandeses y los japoneses producían casetes vírgenes de calidad y durabilidad superior a la de los pregrabados de las grandes discográficas. Y más baratos.

Con sus hermanos Peppe y Angelo (y otro que no quiso salir en la historia), el diyéi napolitano Erry montó un negocio relativamente modesto y de repente millonario. Muy popular. Ilegal. Mezclaba canciones. Se ve que era bueno, muy al día. Aquellos Fratassio no fueron los únicos. Sucedía en Nápoles lo mismo que, digamos, Tepito o el país que sea. Había nacido la piratería como hoy la entendemos. Un robo a las disqueras y los músicos, sí, una expropiación de rolas y discos long play. ¡Y la posibilidad del montaje, la edición de melodías! Serían las primeras listas personales de reproducción. Eso que el algoritmo hace hoy por nosotros, en aquella década y la siguiente fue un recurso doméstico y una mercancía bien cotizada en los mercados negros de la contracultura, el underground, el szamizdat, entre cuates, para aceitar el ligue. Hacia 1991 aparecieron los llamativos discos compactos. El caset entró en declive. El cedé, tan pirateable a su vez, prácticamente lo enterró.

Hoy es chiste intergeneracional. La tecnología digital, la telefonía móvil, Internet y la inteligencia artificial vuelven inimaginable o mítica esa prehistoria de masificación musical e hiperconectividad. El caset era un objeto pequeño, pero en físico. Teníamos trucos para cuidarlos, repararlos, etiquetarlos. Se atoraban. Con un lápiz o una BIC en el carrete se regresaban o destrababan. O una gotita de aceite 3 en 1. Pegábamos las puntas rotas con cinta transparente. Luego que se enredaban las cintas, con una chingada. Y a desenredarlas para salvar lo que se pueda.

Los mercados callejeros, el mismo Chopo desde sus comienzos, eran la mera mata de cuanto rock hubiera. O trova, canto nuevo, salsa, soul, jazz, baladas, todos los clásicos del repertorio, Juan Gabriel, José José. Un económico brave new world a nuestra disposición auditiva. En Perfect Days, Wim Wenders nos comparte a través del esforzado y feliz Hirayama, limpiador de baños, la banda sonora de su nostalgia: Lou Reed, The Kinks, Patti Smith, Rolling Stones, Van Morrison, The Animals, algunos intérpretes japoneses del periodo y una climática Nina Simone en el momento de la última, conmovedora mirada del caballero de los excusados. Lo hace a través de audiocasetes amorosamente conservados por el protagonista, para desconcierto de los chavos y las chavas con quienes se cruza luminosamente.

Por mi parte, no sé ustedes, conservo un buen de casetes que ya nadie compra. Mejor vida póstuma van teniendo los elepés, hoy llamados viniles. Y tengo gabachas sobrevivientes para reproducir esas cintas percudidas, casi todas piratas o copias. Apretadas en cajas y cajones, asoman con sus sorpresas de vez en cuando. Y suenan como entonces, imperfectas, pero en analógico estado de gracia.

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