Por Herman Bellinghausen |
Seesequasis, escritor crí de las praderas canadienses, hace unos meses recordó que su madre le había inspirado a mirar de otro modo las fotografías de las fiestas tradicionales de su pueblo. Allí donde “el público sólo veía a los indígenas en el contexto de traumas y tragedias” debía buscar su contenido positivo, “porque sin la fuerza y la resiliencia de las familias, nuestra cultura y nuestras lenguas no habrían sobrevivido”.
Refiriéndose a una muestra iconográfica sobre su propia nación primera, Seesequasis hacía señalamientos válidos para muchos pueblos originarios del continente: “Son instantáneas de un momento en el tiempo, como todas las fotografías, pero también enmarcan la experiencia indígena de una forma totalmente positiva al mostrar humor, dignidad, alegría, el vivir de la tierra” (Radio Canadá, 2 de mayo de 2023).
Durante la Minga colombiana de 2020, el Consejo Regional Indígena del Cauca destacaba la alegría y la fuerza que caracterizan a los jóvenes del movimiento: “Con la música propia, interpretada a través de las flautas y tamboras alegran los espacios de resistencia. La niñez y la juventud son parte fundamental de las luchas y la resiliencia de los pueblos”. Alexander Peña Collazos, joven nasa del territorio Sath Tama Kiwe y músico, opinó entonces: “Los jóvenes siempre hemos estado en estas luchas con alegría, bromas y el ánimo firme”.
En un estudio con miras a los procesos de participación democrática institucional, los investigadores Luis Felipe Bernal y Perla Lysette Bueno publicaron Juventud indígena y felicidad (Instituto Electoral de Sinaloa, 2020), referido tanto a los pueblos originarios de la entidad (mayo-yoreme) como a los jornaleros triquis, tsotsiles, nahuas, “mixtecos”, rarámuri, coras, tepehuanos y guarijíos. Para llegar a su estudio reseñan el concepto de “felicidad” en pensadores como Amartya Sen, Ruut Veenhoven, Martin Seligman y otros.
Ya ven que hoy están de boga entre economistas y demógrafos los estudios comparados y las encuestas sobre los índices de felicidad en pueblos, regiones y naciones, y existen varias lista de los “más felices” según diversos criterios. ¿Cómo considerar un asunto tan subjetivo y cambiante según la cultura y las experiencias propias? En su parte medular, el trabajo citado (https://biblioteca.ieesinaloa.mx/files/productos/1648702589_P_JUVENTUD-INDIGENA-Y-FELICIDAD.pdf) identifica tres grupos: migrantes seminómadas, migrantes establecidos y pueblos locales que pueden o no vivir y trabajar sus propias tierras o ser asalariados.
Del primer grupo, Jesús Álvarez Hernández, joven originario de Oaxaca, señala: “Lo que nos hace feliz es encontrar el trabajo y que podamos ir amarrando otros lugares para trabajar en el campo… Soy feliz porque tenemos trabajo y podemos ir juntando un poco para llevar a casa en Oaxaca”. Esto ilustra la mentalidad del trabajador que migra en busca de trabajo y anhela enviar remesas.
Del segundo grupo, Juan López, líder triqui en Villa Juárez Navolato, comenta: “Estar con mi familia, ver que mis hijos tienen lo que yo no pude tener, que ellos pueden ir a la escuela, que podamos compartir mi familia y yo, tener trabajo y apoyar en todo lo que pueda a los compañeros que vienen de otras partes del país, es algo que nos hace felices… Que mis hijos y los de los compañeros tengan esas oportunidades es bueno”.
Para Bernal y Bueno, “parece que, como lo señala la teoría de la felicidad, estos grupos étnicos migrantes que se han establecido en la entidad, han encontrado parte de su felicidad en la propia búsqueda de su bienestar subjetivo”.
Los indígenas sinaloenses denotan otros referentes. Así, un grupo de jóvenes de La Playita de Casillas admiten que ser danzantes y fiesteros “es lo que de verdad nos hace felices… todo el año nos reunimos para practicar nuestras danzas, mantenernos en forma para cuando llegan las fiestas o si alguien nos invita a un evento, o fiesta tradicional como en un responso o manda. Danzamos para que nuestro santo protector esté feliz con nosotros, como nosotros con él. Ser invitados por otras comunidades a sus fiestas, y hacer competencias para ver quién tiene más resistencia, eso es algo que nos encanta; ser fiesteros es algo que nos hace ser parte de esto que somos, indígenas, y lo amamos”.
A Selene López, yoreme radicada en Culiacán, las festividades tradicionales la hacen volver a su tierra: “Mis hijos han vivido desde muy pequeños lejos de la comunidad de donde somos, entienden poco, pero les gusta ir a las fiestas. Los veo cómo observan en silencio a los danzantes y todo lo que ahí pasa, con cierto entusiasmo. Hay algo dentro de ellos que aún es yoreme”. El trabajo cita a Iris Villalpando: “Cuando no haya quién hable la lengua, cuando no haya más rezadores, cuando no haya más quien festeje y ame la deidad del monte, cuando no haya a quién todo esto haga feliz, entonces nuestra cultura habrá muerto, no habrá más uno de nosotros, no habrá yoremes en la Tierra”.
Más allá de lo obvio, atentan contra esta felicidad una multitud de “infortunios”: la desigualdad, la pobreza, la discriminación, la violencia, el desarraigo. No cabe sobrevalorar o idealizar a los “condenados de la Tierra” que pueblan las incesantes denuncias específicas, los indicadores económicos, los discursos y la propaganda de gobiernos, partidos y agencias humanitarias.
El indio pobre, triste, perseguido, reprimido, despojado, se aviene mejor a la mentalidad “blanca” y occidentalizada, sea capitalista, populista o revolucionaria. En más de un sentido, son los jodidos, los humillados y ofendidos en el mapa de la realidad en Abya Yala. Aquel “callado dolor” de la narrativa indigenista no es sólo un invento. Constituye una evidencia desde la colonización europea iniciada hace cinco siglos. Lo que haya ocurrido antes de 1500 rebasa las intenciones de estas líneas.
El Buen Vivir se ha vuelto mucho más que una consigna. Es un programa existencial y político que alimenta las luchas. La Minga colombiana, el zapatismo mexicano, los Pow Wow de Norteamérica, los carnavales, las fiestas patronales y celebraciones ancestrales reformuladas por la cristianización española muestran lo cambiante y lo constante de las fiestas. Pero el Buen Vivir participa esencialmente en la vida colectiva y comunitaria de los pueblos originarios.
Con el rumbo que están tomando el deterioro ambiental y las relaciones sociales en un continente asolado por el crimen organizado y la anomia del capitalismo rampante, ahora resulta que tal vez la clave de la felicidad y la sobrevivencia de la humanidad radique en estos pueblos desdeñados, con todo y la militarización de mil cabezas que los jode en la Araucanía, la Amazonia, la Lancandonia, la Tarahumara o el Cauca.
Un estudio publicado en la revista PNAS, “High life satisfaction reported among small-scale societies with low incomes”, encabezado por el investigador Eric Galbraith, “midió la satisfacción vital” de quienes viven “en los márgenes del mundo globalizado”, miembros de poblaciones indígenas con escaso recursos económicos. Pese a la “pobreza” de los mapuche de Lonquimay, en el sur de Chile, el nivel de satisfacción reportado es de 8.1 sobre 10. En Amambay, Paraguay, los guaraníes llegan al 8.2; los collas del altiplano norte de Argentina a 8 y los ribeirinhos de la Amazonia brasileña, 8.4. En tanto, la Unión Europea tenía en 2021 una media de 7.2, y 8 el país más feliz, Austria (https://www.pnas.org/doi/10.1073/pnas.2311703121).
Galbraith encontró que en las sociedades con mejores puntuaciones en su percepción de la felicidad existe un fuerte sentido de comunidad, un vínculo estrecho con la naturaleza y una espiritualidad profunda que explicaría su bienestar más allá del dinero.