Camou: Renace la Luz

Por Ernesto Camou Healy

El pasado jueves 21 de diciembre transcurrió el solsticio de invierno, fue la noche más larga del año, y el día más corto. Son jornadas más bien frías, incluso gélidas en algunas regiones. Desde antiguo se marcó esta fecha como la del renacimiento del sol, que había ido disminuyendo su presencia cotidiana desde el equinoccio de otoño, el 21 de septiembre, cuando noche y día tuvieron 12 horas de duración cada uno.

En los ciclos de la agricultura el otoño es tiempo de cosechar lo sembrado en primavera. Hay cierta abundancia y se hacen previsiones, y provisiones, para subsistir con comodidad y sin demasiadas preocupaciones, hasta la cosecha del siguiente año: Sabían que los granos, frutas y hortalizas deberían almacenarse y consumir con prudencia. En años buenos, podían festejar con la confianza de tener alimento suficiente para la familia y comunidad, y semilla para volver a sembrar cuando se anunciaran los meses cálidos y los aguaceros veraniegos.

El solsticio invernal era también una advertencia a las familias que venían tiempos difíciles, de encierro y posible escasez de víveres. En muchas regiones se acababa el verde en el campo, y las nevadas imposibilitaban al ganado encontrar pastos para sobrevivir. Tampoco se les podía mantener con el bastimento acopiado. Se conservaba alguna cría y se sacrificaban las exiguas reses y aves de corral que poseían; se salaba la carne para conservarla, y se consumía el resto en banquetes que concedían calorías para pasar apropiadamente los temporales y aguantar el arribo de mejores climas.

En muchas culturas antiguas esas comilonas se convirtieron en ritual: Se agradecía a las divinidades la abundancia y se pedía el pronto retorno de la siembra y las cosechas. Saber que a partir de esta fecha los días se alargarían y en un tiempo razonable llegaría el clima templado, el campo reverdecería y los animales domésticos se reproducirían, era motivo de esperanza.

Para muchas religiones el astro rey era el dador de la vida, quien aseguraba las condiciones para retornar a los cultivares y la fertilidad de la naturaleza. Era el dios al que agradecían la existencia, el trabajo, el alimento y la confianza en la próxima labranza. En la Roma antigua celebraban unas fiestas que llamaban Saturnalia, durante las cuales tenían banquetes rituales, concedían a los esclavos cierta libertad y se dedicaban a comer y beber, y a gozosos esfuerzos reproductivos no tan moderados…

Se acostumbraba también avivar la ilusión con un símbolo especial: Un arbolito de hojas verdes que presidía los festines estacionales y recordaba a los confinados en el hogar la primavera cada vez más cercana. Todo esto fue generando en aquellos pueblos ancestrales un tiempo especial alrededor del solsticio, en que festejaban, bebían y comían con algún ritual; y convivían las familias en agradecimiento al sol que revivía, y a la naturaleza que anunciaba, con la luz solar dilatándose cada día, la posibilidad de una nueva creación de plantas y animales, de la vida en general, y la permanencia y renovación de personas, familias y colectividades.

Las primeras comunidades cristianas debieron fijar el nacimiento de Jesús pues no había una fecha exacta, y pareció muy adecuado, y pleno de simbolismo y tradición, situarlo cerca del solsticio, tiempo de festejos y de renovación de la vida. Jesús nacía, proclamaron, como una nueva luz que anunciaba la transformación de la historia y anunciaba el advenimiento de una nueva esperanza. De alguna manera consideraron prudente, con una buena dosis de astucia, armonizar la llegada del Salvador con la muy arcaica tradición del renacimiento de la naturaleza y la vida.

Por esto ahora que celebramos este natalicio somos herederos de una tradición de dos mil años enraizada a su vez en saberes y costumbres que consignaron y agradecieron el solsticio, y lo conmemoraban, varios miles de años atrás…

Ojalá que esta Navidad agradezcamos y renovemos el compromiso con la vida, la solidaridad y la esperanza.

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