Por Jesús Chávez Marín
Esta madrugada fue distinta porque regresaste; venías derrotada como en un tango de rompe y rasga, pero a pesar de todo hermosa. Luego de tres años me había cansado de esperarte y ahora, cuando sin pena ni gloria han pasado estos meses de resignación, apareces donde menos lo hubiera imaginado: en la presa El Rejón, caminando hacia mí en el horizonte de las 6 de la mañana.
―No te asustes, Ismael. Nomás te vine a saludar, ya mañana me regreso para el otro lado; la pensé mucho para buscarte, pero ya ves, me ganó la tentación. Como siempre, ya sabes.
―No te apures por eso, Rosalba; jamás has estado ni estarás para asustar a nadie, solo que la sorpresa de verte luego de tanto tiempo, y precisamente en este parque y a estas horas, me dejó un poco desconcertado. Creí que ya jamás te iba a mirar en lo que me resta de vida.
Pero allí estabas, en el frío de enero, tu cabellera oscura caía como una bandera de seda sobre tu espalda, tus ojos color caoba me enfocaban con cariño y compasión, sin una pizca de arrepentimiento por haberme abandonado de la noche a la mañana luego de cinco años de amor eterno.
―¿Y ya no querías verme nunca?
―Pues mira, todavía hace un año te vi todos los días en mi pensamiento y en alguna de las miles de fotos que te tomé en aquel entonces. Aunque no lo creas, las mandé imprimir todas en Fotográficos Ayala y todavía las guardo como reliquias sagradas. Era tu más rendido adorador a pesar de que me traicionaste.
―Yo no te traicioné. Lo que pasa es que tú nunca quisiste comprometerte como es debido. Tú y yo jamás íbamos a llegar más adelante y yo quería casarme, quería estabilidad y compromiso. Eso siempre te lo dejé bien claro.
―Como sea. Todo eso ya me importa muy poquito. Resultaría ridículo que a estas alturas nos pusiéramos a discutir de lo ya pasó, de lo que pudo haber sido y no fue. Creo que desde el primer día, desde aquella vez en la cima del Cerro Coronel, te diste cuenta muy bien que yo te quise, que yo te amaba con toda el alma, y sabes que siempre fue así. Y lo fue también mucho tiempo después de que te fuiste con tu esposo norteamericano, del que te divorciaste a los dos meses.
―Tienes razón. Ya para qué hablamos de todo eso. Solo vine a saludarte, Ismael. Por cariño, por los recuerdos, por el pasado. También por aquella canción de Roberto Carlos: para saber qué será de ti.
Lo que más me impresionó de tu visita fue que en verdad ya me había curado de ansiarte, de recordarte con dolor, con ese dolor que era lo único que me quedaba de ti y que por eso lo cultivaba y, podría decirse, disfrutaba. No que ahora ya me fueras indiferente. Pude sentir el cariño que siempre te tuve, desde cuando fuimos amigos y luego una pareja tan intensa; la ternura de mirar tu cara hermosa en el marco de esa melena negra, ahora con algunos hilitos grises del tiempo. También me sorprendió hallar en mi pensamiento alguna leve satisfacción por mirarte derrotada y sin esperanzas, esta alevosa sensación de venganza de la cual me apropiaba sin querer.