Por Hermann Bellinghausen |
Tras la pandemia se acuñó un concepto perverso: nueva normalidad
, dando a entender que la vida volvía a ser como antes, aunque no tanto. Una idea similar es la que nos tratan de vender con lo que ocurre en Chiapas (y con lo que le ha ocurrido). La violencia criminal, la cultura
del peligro cotidiano y la convivencia con muertos y desaparecidos (blancos de un solo tiro) resulta común a demasiadas regiones y localidades de México. Entonces, ¿por qué extrañarse de que eso pase en dicho estado del sureste?
Ya nos tranquilizó el presidente asegurando: lo hemos visto aquí, y se los voy a recordar, es de los estados con menos violencia en el país
. Consideró propaganda
adversa las informaciones que sugieren algo distinto y magnifican o exacerban la situación (La Jornada, 28/9/23).
Hemos de admitir que si el país está peor que Chiapas, es que se encuentra en emergencia continua: los muertos se suman en otras entidades, desaparecidas y desaparecidos son cosa de todos los días y a cualquiera le puede tocar
una bala. Carreteras bloqueadas entre llamas, una ejecución aquí, una emboscada por allá. Gente levantada, desplazada, extorsionada.
Hace ya sexenios que nos venimos acostumbrado
al escalamiento del juego de policías y ladrones, charros contra gánsteres, que evolucionó a enfrentamiento entre los ejércitos del bien y el mal. El narcomapa del país (y del mundo) se expande a velocidad de hongo. El concepto cártel mexicano
devino paradigmático, universal, cinematográfico. A todo se acostumbra uno, pero admitamos que vivimos en un país peligroso.
Todo esto lleva a la pregunta: ¿por qué Chiapas no es lo mismo? ¿Cuál es la gravedad de su circunstancia actual, dentro de lo grave de la expansión sostenida del crimen organizado, sus controles territoriales, la corrupción de muchas relaciones y transacciones, el tráfico de personas y sustancias?
En primer lugar, es la única frontera real con el sur de América, de donde provienen drogas (cocaína) y dólares abundantes en ineluctable ruta a Estados Unidos. Ingresa por ahí el éxodo generalizado del sur hacia el norte anglosajón. En semanas recientes, la cifra de migrantes que llegan a México se ha vuelto estratosférica. Se refleja en los tráileres rescatados
o accidentados llenos de migrantes, en parques y albergues, carreteras y trenes, en la vasta frontera con la Unión Americana. Pero prácticamente toda esa masa humana entra por Chiapas. Y le urge salir de ahí. Esto hace jugoso el valor comercial de esa multitud indocumentada que va sucesivamente del infierno al limbo y de vuelta al infierno como materia prima de mafias y redes criminales.
La previsible actuación de grandes cárteles en esta frontera no es nueva, aunque nunca estuvo tan revuelta. Se atribuye al ex procurador estatal durante el primer sexenio del siglo XXI, Mariano Herrán Salvati, haber logrado un hábil pacto
con los del Golfo (y Zetas) y con los de Sinaloa, repartiendo las rutas en direcciones divergentes: una por la costa del Pacífico, y otra hacia el Golfo de México. Supe de primera mano que existía un rancho de El Chapo Guzmán en la costa sur de Chiapas, donde a veces se alojaba el hombre más buscado del mundo. Era vox populi en la región, en Tuxtla Gutiérrez, en todas partes.
Esto sin duda calmaba el frente interno, en una entidad tan explosiva en ese entonces, con el alzamiento zapatista todavía en el centro de la mesa política. El gobierno se pisaba la cola por las terribles masacres apenas ayer en los Altos y la región chol. La profusa militarización era única en un país aún no sobrepoblado de tropas y patrullas, como nos lo dejarían Calderón y García Luna a partir de 2007. Los pueblos originarios, sobre todo los de origen maya, andaban muy alebrestados, y los mejor organizados eran autónomos, revolucionarios, armados y no dados a la transa.
En Chiapas nacieron y se consolidaron otros poderes indígenas reales, como los cacicazgos del pueblo tsotsil chamula, divididos en tradicionalistas
dentro de su influyente municipio, y expulsados
(en la década de los 80 por intolerancia religiosa, refugiados en el norte de la ciudad de San Cristóbal de Las Casas y otras partes de su municipio, como Betania). Los medios lo llamaron Chamula Power. Se sabe de sus boyantes negocios regulares, y los irregulares: transporte de maderas, trasiego de armas, drogas, migrantes indígenas a Estados Unidos, pornografía de producción propia. En ambos extremos de la chamulidad hay poder y fuerza reales.
En los Altos, la selva y el norte operan todavía grupos paramilitares contrainsurgentes. Convertidos en bandas criminales, causan zozobra en Aldama y agitan las aguas en Chenalhó, Pantelhó, Sitalá. Confirman que todo Chiapas es ruta para los traficantes.
A pesar de sus contrapesos populares, los ingredientes de excepción en el estado resultaron un caldo de cultivo propicio para la implantación territorial, social y política del narcopoder verdadero, que domina zonas, barrios o regiones en todo el país y tiene presencia mundial.
“Chiapas es uno de los estados donde menos se respeta el estado de derecho. De acuerdo con el Índice de Estado de Derecho en México 2021-2022 existe un fuerte deterioro del sistema de justicia”, escribe Carlos Soledad. Y acusa a la ausencia de contrapesos institucionales, un estancamiento en la lucha contra la corrupción, además de una inseguridad creciente
.
Se habla de narcopolítica con soltura. Alcaldes, representantes y funcionarios caen en la tentación por las buenas o por las malas. Ello, considerando que los tres últimos gobernadores (Sabines, Velasco, Escandón) fueron decorativos, casi ausentes, todo menos gobernantes
en un estado donde la autoridad oficial carece de autoridad real ante muchos pueblos y comunidades.
Se avecinan nuevas elecciones. La nunca confiable clase política chiapaneca, hoy apiñada en Morena y su aliado Verde
, lucra y especula con la negación de lo que ocurre, teniendo las manos en la masa y siendo parte del asunto.
La vida cotidiana cambió. Más insegura, más cínica, más fatalista. Quizá sean comparativamente correctas las cifras oficiales, pero luego de medio siglo de conocer la entidad, creo que por la delincuencia las cosas están, como nunca, de la fregada.