Por Ernesto Camou Healy
Llegué a la adolescencia al inicio de la década de los sesenta. En ese tiempo Hermosillo ya pasaba de los 100 mil habitantes, pero todavía tenía costumbres pueblerinas: Todos nos conocíamos, caminábamos por calles y veredas sin temor, íbamos a misa a Catedral los domingos y días de fiesta y pasábamos a la Plaza Zaragoza a tomar una nieve después del culto y, con cierta timidez, veíamos a las muchachas que salían en corrillos de la iglesia y paseaban a la sombra de las ceibas de la Plaza.
Yo vivía en El Centenario, una zona que sigue siendo de las más bellas a pesar de la proliferación de bares y restaurantes, y lo que llamaron en ese tiempo la “piqueta del progreso” que derrumbó algunos vetustos edificios y los reemplazó con construcciones que pretendían ser modernas, pero ni eran bellas, ni encajaban en el conjunto aquel.
En esos años estaba en la secundaria, y agosto era el último mes de las vacaciones veraniegas: Había que aprovecharlo a pesar de los calores y del inclemente Sol. Pasábamos la mayor parte de los días al resguardo, en nuestra casa, la de los primos o de algún amigo de aquella palomilla de chavalos inquietos. No había televisión y los días se nos iban en la plática y el barullo, comentábamos los deportes que oíamos en la radio, ya fuera el beisbol de las grandes ligas, alguna pelea de box, seguíamos las hazañas del Ratón Macías el mejor Peso Gallo del mundo para nosotros, y la mayoría de mexicanos.
Por esos años pude asistir, casi cada viernes, a la lucha libre que tenía lugar en aquel cine al aire libre, el Arena, allá por la Cinco de Mayo, que servía para funciones de box y lucha libre, a veces daban películas y alguna ocasión asistí a una insólita corrida de toros en el ruedo central del polifacético inmueble. Un tío era empresario y nos colábamos a presenciar los combates de rudos contra técnicos; ahí vi al Santo y Blue Demon, a la Tonina Jackson, a Sugui Sito, el Huracán Ramírez y muchos otros. Nos divertía la gritería que armaban los espectadores que, con insultos y burlas, apoyaban a uno y repudiaban a otro, y siempre maltrataban al réferi.
Por las tardes salíamos a disfrutar el crepúsculo y armar la chorcha en alguna de las bancas del bulevar. A las nueve de la noche, en punto se escuchaba, por toda la ciudad, la sirena del cuartel de bomberos, que era la señal para que los chamacos retornáramos al hogar, era un toque de queda informal y aceptado por familias y, un poco remolonamente, por los buquis que añorábamos más libertad… Para todos los efectos, Hermosillo tenía su límite Poniente en una avenida Reforma que todavía era de terracería. Cuando tuvimos más holgura y limitada independencia, nos aventurábamos a cruzarla y caminar por una brecha que pasaba junto a un canal y llegaba hasta las ruinas de la capilla de San Antonio. Seguíamos y atrás dejábamos el alumbrado público y nos adentrábamos un terreno de huertas y potreros, un tanto lóbrego, apropiado para contar historias de aparecidos y “bultos” que poblaban sin duda aquel territorio, cercano e incógnito; cuando empezábamos a percibir entidades extrañas entre los matorrales y murmullos o susurros un tanto pasmosos, preferíamos ponernos a cantar: Alguno se sabía siempre la última de José Alfredo Jiménez o las españolas que cantaban Joselito o la rubia Marisol. Eso, sabíamos, espantaría a las sombras que vagaban por el rumbo y nos concedería si no osadía, al menos alguna distracción.
Los domingos caminábamos hasta la colonia San Juan, atrás de la Capilla del Carmen, pasábamos por una granjita donde tenían un jabalí de mascota, y seguíamos hacia La Sauceda a darnos un remojón imprescindible en aquellas aguas transparentes.
Disfrutábamos el lonche y nos acostábamos bajo los árboles a dormir antes del último chapuzón, para luego tomar el camino de regreso.
Así eran aquellos agostos: Muy disfrutable…
Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.